domingo, 27 de junio de 2010

Sexta parte. Tres revoluciones, un reencuentro y un final.

Si bien en muchas ciudades del mundo se pueden encontrar barrios que nuclean comunidades, como "Little India", "Little Italy" o "China Town", en una sola de ellas el visitante encontrará "Little England". Un viaje de 6 horas por los serpenteantes caminos montañosos de Laos nos llevó a Sebastián, a Lorenz, un alemán que conocimos en la apretujada van, y a mí a Vang Vieng, un pueblo rodeado de exhuberante naturaleza que podría ser catalogado como "pequeño resabio colonial británico", a sabiendas de que Laos siempre fue francés. El sinuoso trayecto me había tenido un tanto "desequilibrado", dado que unos días antes de partir de Luang Prabang había caído enfermo. Encerrado en la habitación con alta fiebre y gran dolor de estómago, vino a verme una estudiante de medicina que se hospedaba en el mismo hotel:

-¿Te duele acá?
-Sí.
-¿Y acá?
-Sí.
-¿Acá?
-También.
-Ajá... Yo diría... que... tenés un malestar general en la zona del estómago.

Consternado por el concluyente diagnóstico, me fui al hospital, donde primero dudaron si tomarme una muestra de sangre para saber si tenía malaria, para finalmente confirmarme que tenía una más modesta gastroenteritis.

Vang Vieng, entonces, no sólo fue el lugar donde me autoinfligiría un casi fulminante ayuno de 2 días: allí descubriríamos hasta dónde puede llegar la estupidez humana. La principal actividad de este pueblo se denomina "tubing" y consiste en alquilar un inflable en forma de neumático, ir a un angosto río, y flotar por él, hasta que uno se encuentra con sogas de las que se puede tirar para llegar a la orilla donde hay bares esperando con nutridos menús de bebidas y drogas. A la mañana siguiente, los post-adolescentes, en su mayoría ingleses, tienen tal resaca y están tan afectados por los hongos mágicos que no pueden hacer más que ir a desayunar a otros bares cuyas mesas y sillas están orientadas hacia los televisores que pasan capítulos de "Friends", todo el día. Allí se quedarán los jóvenes fiesteros muchas horas, comiendo y viendo televisión, hasta recuperarse y poder repetir la rutina, quizás por una semana. "Ubicate chabón, estás en Laos", le enseñé decir a Lorenz. Nosotros, que ya habíamos cobrado la fama de "antis", luego de tener que darle explicaciones a toda persona que conocíamos y nos preguntaba con total excitación "¡¿Ya hicieron tubing?!", seguimos ruta y nos fuimos a Vientiane.

La capital de Laos nos recibió con un calor tan abrasador que no nos dejó más alternativa que pasar una tarde por demás bizarra: nos fuimos a un parque acuático construido en lo que parecía una ex-fábrica de zapatillas, de la cual salían toboganes azules en dirección a una pileta con agua de un verde un tanto llamativo. No sólo éramos los únicos en el parque, sino que pude ver cómo al llegar, mientras nos acercábamos a la entrada, giraban el cartel de "cerrado" a "abierto". En cuanto al resto de la ciudad, nos resultó tan trivial que lo más divertido que nos pasó fue perdernos en ella. Apenas salimos del hotel, nos dimos cuenta que no habíamos anotado ni su nombre ni la dirección, por lo que en un papelito escribimos las cosas que veíamos que estaban en nuestro alfabeto: un cartel publicitario de Fujifilm y un poste con una flecha indicando el camino hacia un "wat" (templo). Lo más peculiar que nos pasó en la caminata fue descubrir que los hoteles cinco estrellas, a diferencia de aquellos de toda ciudad capital, tenían no 2 sino 3 banderas: la del hotel, la de Laos y la comunista; sí, la roja con el martillo y la hoz. "A la República Popular Democrática de Laos le caben el lujo y el comfort", dijo Lorenz, que ya había aprendido el verbo "caber" en varias de sus acepciones. Tres horas después de caminar sin rumbo, y con ganas de emprender el regreso, Sebastián dijo "aprovechemos lo piolas que fuimos y usemos nuestras anotaciones para preguntar cómo volver". No sólo nos tomó otras tres horas encontrar a alguien que hable inglés o entienda nuestro "dígalo con mímica", sino que, al logarlo, se nos rieron en la cara frente a nuestro penoso papel que decía "Fujifilm - Wat", como si eso fuera a llevarnos a alguna parte. "Carteles de Fujifilm y wats hay en toda la ciudad, muchachos", nos dijeron por ahí. Unos extranjeros caídos del cielo y hospedados en nuestro mismo hotel aparecieron en nuestro camino y nos salvaron de ser unos sin techo por una noche.

Una parte de nuestro viaje por Laos se terminaba y otra empezaba con nuestra salida de Vientiane. Sabíamos de una cueva que albergaba un río subterráneo de 7 kilómetros a la que el transporte público no solía llegar. Nuestro empecinamiento nos convenció de intentar ir a dedo, sólo para que luego nuestro éxito convierta al método en rutina y nos lleve a recorrer todo el sur del país de la misma manera, logrando así tener experiencias bastante improbables cuando se viajan largos trayectos en colectivo. Una noche, en la ciudad de Thakhek, fuimos a un bote-boliche amarrado en la orilla del río. Menos de 2 minutos después de haber llegado ya todos se habían enterado de la presencia de 3 extranjeros, y muchos prácticamente hacían cola para sacarse una foto con nosotros, invitarnos a su mesa y convidarnos una cerveza. Así, seguiríamos conociendo pueblos y ciudades en las que los adultos nos mirarían cual aztecas viendo a los españoles llegar a sus tierras por primera vez, y en las que los niños nos empezarían a sonreir y saludar gritando su simpático "¡Farang!" (algo así como "¡gringo!"), acercándose de a poco, tímidamente, como gato curioso. Los que sabían unas palabras de inglés largaban un "I love you!" antes de salir corriendo.

La llegada a Camboya no fue un mero cruce de frontera (¡Y qué cruce! A un ghanés no lo dejaron pasar por ser negro: "no es porque sea negro, es sólo con los negros de algunos países", esgrimía el tipo de migraciones ante mi visible indignación), sino el arribo a un país con un crudísimo pasado que, de hecho, es aún presente. Hace 35 años, una guerrilla autoreivindicada "comunista" conquistó la capital, derrocó al gobierno y evacuó todas las ciudades, poniendo a toda la población a trabajar en el campo con gran intensidad y brutalidad, para convertir a Camboya en una "sociedad agraria". El país se transformó en un campo de concentración del que nadie podía escapar. Los 4 años de gobierno de los Khmer Rouge dejaron como resultado entre un 25 y un 30% de la población muerta, una mitad de hambre, la otra ejecutada o torturada. A los camboyanos con los que establecía cierta relación les hacía la misma pregunta respecto de dicha época: "¿alguien de tu familia se murió?". La respuesta promedio: "mis abuelos, un tío y tres primos". Y sin embargo, todos mantienen la sonrisa, el buen humor y, sobre todo, las ganas de vender: "Where you from, sir? Want tuk-tuk? You smoke? Good heroine! Cheap cheap!".

Nuestros escuetos 10 días en estos pagos nos encontraron visitando el magnánimo Angkor Wat, un complejo de templos hinduistas milenarios perdidos en medio de una selva llena de monos y minas. No salirse del camino o terminar mordido o amputado era la regla. Otro tipo de ruinas nos esperaba en Phnom Penh, la ruidosa y caótica capital del país: fuimos al principal centro de detención y tortura durante el gobierno de los Khmer Rouge. La única diferencia con la ESMA era que, a la salida de esta escuela primaria devenida en prisión, esperaban pidiendo limosna tipos sin brazos, sin piernas, o incluso sin prácticamente nada de piel ni músculos en la cara: posiblemente sobrevivientes del "museo" que acabábamos de visitar. O valiosas piezas para exhibición, o la historia es presente.

El trío "dedo veloz" llegó a su fin en la capital camboyana. El cercano fin de nuestros respectivos viajes trifurcaba nuestro sendero hasta entonces conjunto: Sebastián se volvía a Tailandia -me confesó que extrañaba al Rey-, Lorenz se quedaba en Camboya y yo me iba a Vietnam. Después de una somnolienta pero cálida despedida en el pasillo de un hotel céntrico de Phnom Penh a las 4 de la madrugada, me fui nomás. 5 horas después, estaba en la ciudad de Ho Chi Minh.

Conocida hasta 1975, cuando Vietnam del Norte venció al Sur, como Saigón, esta enorme urbe de rascacielos y gallinas correteando por las avenidas me daba un pequeño adelanto del omnipresente sonido que acecha en todos los rincones de este país: la bocina. La mayoría de los países suelen ser simbolizados por imágenes, generalmente de monumentos: Francia, por la Torre Eiffel, Brasil, por el Cristo Redentor, etc. Vietnam, por su parte, podría ser evocado con el ensordecedor sonido de una bocina. A este respecto, los vietnamitas al volante son como murciélagos. Estos bichos alados (no los comunistas, los murciélagos), dado que tienen una ceguera de nacimiento, se orientan mediante la emisión constante de un pitido, cuyas ondas sonoras chocan contra todo objeto dentro de su alcance y rebotan, volviendo al emisor. Según la intensidad con que regresan, el animal puede calcular la ubicación precisa de sus presas como de obstáculos en su camino. Los vietnamitas, por su parte, manejan mirando a cualquier parte y adelantándose en curvas cerradas a 100 km/h. Para subsanar la obvia peligrosidad de su método, tocan la bocina una vez por cada metro recorrido, y si no reciben respuesta (un "eco", como los murciélagos), asumen que el camino está despejado y siguen su rumbo. Así, uno puede estar caminando por una calle de 2 metros de ancho en un pequeño pueblo, y, no habiendo nadie a 100 metros a la redonda, de repente escucha un bocinazo detrás suyo, a tan sólo unos centímetros: es un motociclista, que en vez de decir "permiso" hará sonar su corneta hasta que uno, el obstáculo, haga espacio.

La ciudad de Ho Chi Minh es una marea de motos-murciélago y museos de la revolución. Por sobre todos ellos se destaca el Palacio de la Independencia, hasta el '75 la Casa de Gobierno de Vietnam del Sur. En dicho año, llegaron a este edificio los tanques del Viet Cong, poniendo fin a largos años de guerra. Tuve la oportunidad de visitar lo que había sido el despacho del presidente y de salir al balcón; fue un gran día peronista.

Empecé a viajar hacia el norte con un mesurado apresuro ya que, por primera vez en mi viaje, tenía un "compromiso": tenía que estar en Hanoi el 7 de junio. Conocí lugares con comidas exquisitas, ruidos familiares, gente diferente y calor insoportable. En Hué, una antigua e imponente capital imperial, la sensación de que alguien quería prender una fogata en mi piel me llevó un día a tener que correr, saltando de sombra en sombra, esquivando el sol. La temperatura lo hacía realmente necesario, aunque un grito de "¡farang!" hubiera estado un tanto merecido.

Luego de visitar Hoi An -un pueblo tan encantador que, durante la guerra, Estados Unidos y Vietnam del Norte acordaron no destruir- y Halong Bay -una bahía con 2000 islas dispersas en un mar esmeralda-, me fui a Sapa, un pueblo en la montaña, a escasos kilómetros de China. Apenas llegué y me bajé del tren, me encontré en una plaza donde habían puestos de comida cocinando... perro al spiedo. Giraban cual pollos sobre unas improvisadas brasas. De repente, empecé a recordar ese viaje en tren, tan extenuante... 12 horas en un banco de madera, con nenes durmiendo en el piso que no me hacían lugar, no me dejaban conciliar el sueño y me daba hambre... me fui al vagón-comedor y pedí una sopa de fideos con... ¿Qué tenía? Sí, empecé a recordar. Tenía una carne... bastante dura e insabora, justo como dicen que sabe la carne de... "No, Andrés, ¡pensá en cosas lindas!", me convenció mi conciencia. Y me fui a buscar un hotel.

Encontré en Sapa un lugar encantador y mágico, rodeado de colinas envueltas en un halo de bruma y ¡frío! Me puse abrigo por primera vez en 2 meses y me fui a caminar por los callejones empinados y los mercados llenos de olores, colores y cabezas de perro a la venta. Pero este pueblo era más que sabores no aptos para el paladar occidental. A él se acercan diariamente a comerciar miembros de diversas tribus que habitan en las montañas del norte. Cada tribu tiene su característica ropa, aros, peinados y hasta forma de andar. Ahí estaba yo, esa fría noche, comiendo un riquísimo arroz, en el comedor de un mercado callejero, rodeado de personas tan coloridas como lejanas. Por más que estuvieran allá nomás, sentadas al lado mío, dándole al plato de sopa de perro.

Hanoi, la capital de Vietnam, me resultó sorprendentemente simpática. Casi tan omnipresente como el Rey de Tailandia, Ho Chi Minh se encuentra en todas partes. El gran héroe nacional tiene una ciudad con su nombre y hasta museos y monumentos en cada pueblo. Pero hay un lugar en que su imagen y figura es más adorada que en ningún otro: su mausoleo. Como ningún viaje a Vietnam estaría completo sin ver de cerca al liberador de la patria, me fui a ver a Ho Chi Minh en formol, luego de una cola de más de 2 horas... ¡41 años después de su muerte! "Alfonsín es un poroto", dijo un argentino atrás mío en la fila.

Pasé el resto de mi tiempo en Hanoi perdiéndome en sus callecitas, comprándome un sombrero de paja cónico, típico de allá, y hasta yendo al teatro; pero mucho no pude entretenerme porque el 7 de junio llegó, y tenía que acudir a mi compromiso. Me desperté bien temprano, me despedí de Vietnam desayunando una sopa de fideos y me fui al aeropuerto a tomar el avión. 3 horas después estaba aterrizando en Kuala Lumpur, la capital de Malasia. Me quedé ahí, en el aeropuerto, esperando mi reunión, si así se puede llamar un encuentro que sólo una de las partes sabe que ocurrirá. Yo lo pensé, más bien, como una sorpresa, y del mismo modo lo vieron Lu y Cele cuando llegaron de India y me encontraron ahí, en la zona de arribos, esperándolas -con mi sombrero vietnamita- y se pusieron a gritar desaforadas.

Luego de viajar por India, estaban volviendo a la tierra kiwi, con una escala de 2 días en Malasia. Habiendo averiguado cuál era su vuelo, me fui a buscarlas para pasar unas últimas horas juntos antes de volver a vernos las caras en Argentina. Pasada la emoción del reencuentro (o casi), nos quedamos toda la madrugada tirados en el hall del aeropuerto contándonos nuestros viajes, pesándonos en las balanzas donde pesan las valijas al hacer el check-in (aprovechando que no había prácticamente nadie y el Deportation Index era uno distinto para cada país) e intentando lograr entender cómo era que estábamos los 3 reunidos en Kuala Lumpur. "Mejor que decir es hacer", recordó Cele en voz alta de sus clases de historia argentina, así que nos tomamos un colectivo, dejamos las cosas en un hotel y nos fuimos a recorrer la ciudad.

La llegada a esta aglomeración de rascacielos y subtes que se manejan solos fue bastante chocante, especialmente viniendo de Hanoi. Con el correr de los días comenzaría a descubrir a Malasia como un mundo distinto del resto del Sudeste Asiático: no sólo las rutas están en buen estado y todos hablan inglés: pareciera como si quisieran construir un tren bala para hacer de cuenta que no son un país tropical pobre. Con respecto al inglés, era graciosísimo ir descubriendo de a poco cómo los tipos se tomaban las cosas tan literalmente; al tener un alfabeto latino, podíamos leer algunas palabras que tomaron del inglés y usaban cotidianamente: "express" era "ekspres", "police" era "polis", "science" era "sains" (ver un patrullero andando por la ciudad con la palabra "polis" estampada se llevaba el gran galardón). Por otro lado, la mezcla cultural en este país era muy llamativa, habiendo un alto porcentaje de población china e india. Además, la religión principal ya no era el Budismo, sino el Islam. En este contexto puede entenderse mejor que nos hayamos pasado el día desayunando comida india, andando en monoriel al mediodía, paseando por el barrio chino por la tarde y haciendo un picnic nocturno frente a los monumentales 500 metros de las Torres Petronas.

El día siguiente fue el último de nuestro breve reencuentro. Apreovechamos las horas que teníamos antes del vuelo de Cele y Lu para subir al puente que une a las Petronas, para luego salir corriendo a la estación a que se tomen el tren al aeropuerto. Con un gran abrazo grupal, de esos que hacen que todos alrededor volteen, nos despedimos de nuevo hasta volver a vernos unas semanas más tarde en Buenos Aires. En medio de una gran tormenta, yo me tomé un micro a Melaka, una ex colonia portuguesa-holandesa, donde, al llegar, iría a internet para encontrar un email de Lu diciendo que habían llegado tarde y se habían perdido el vuelo (que pudieron reprogramar para el día siguiente). En un post-data, me puso: "Hay cosas en que somos tan predecibles". "No se nos puede sacar a pasear", le respondí.

Después de algunos días en unos pueblos playeros, donde vi el primer partido de la selección con gente excitadísima por tener un argentino viendo el partido con ellos (en el Sudeste Asiático son todos súper fanáticos de Argentina, Maradona y Messi: todos los días se puede ver a alguien andando por la calle con nuestra camiseta, y ni hablar de lo que dicen cuando se enteran que uno es argentino: "Good football! Messi! Maradona!"), me fui a la isla Perhentian, poblada de lagartos, monos, búhos, y algún que otro humano. Como si fuéramos pocos, durante mi primera noche ahí, llegó a la playa una tortuga de 1 metro y medio de largo y 160 años de edad a poner huevos. Como si fuéramos menos aun, la tarde siguiente apareció Medorian, el amigo rumano que nos habíamos hecho en el sur de Nueva Zelanda. El pequeño grupo de extranjeros alojándonos ahí más un grupo de gente del lugar festejamos su coincidente cumpleaños al compás de una banda de música autóctona, bajo una intensa tormenta tropical, ahí, a la orilla del mar.

Luego de pasar el segundo partido de la selección en un puesto de fideos en las calles de Penang, con decenas de malasios alentando a Argentina, y hasta con un pequeño altar a Messi y Maradona (como no podían ser otros dos) en un mercado, volví, luego de 2 meses, a Tailandia, esta vez al sur, para enfilar a sus famosas playas, islas y aguas llenas de peces de colores casi surreales. Me vi gratamente sorprendido con la nueva edición del Calendario Real, habiendo en esta oportunidad fotos del Rey tocando la trompeta, el saxofón, la guitarra y el piano. Todo un talento.

Aquella fue mi última semana de viaje antes de volver a Bangkok. Durante esos largos días de tranquilidad en la playa me fui haciendo a la idea de que terminaba una historia de 7 meses, para retomar otra ya empezada hace mucho tiempo; mañana vuelvo a Nueva Zelanda, para, tan sólo unos días después, tomar mi vuelo de regreso a Argentina.


4 comentarios:

  1. Andy, amigazo! Se te extraña, loco! No sé cómo vas a volver a la sociología después de tanta rumba, pero me pone contento que hayas recorrido tanto y aprendido nuevas cosas para después volver y contarnos todo lo que nos parecemos y lo que no. Abrazo, Julio

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  2. Nene... increíble todo. Increíble los lugares, la gente, tus aventuras, el reencuentro con las chicas... Las fotos son hermosas, sobre todo la de las torres Petronas (me la voy a imprimir para tenerla en mi corcho mirá).

    Ansío tu regreso!!!

    Un abrazo fuerte fuerte!!!

    Martu.

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