martes, 23 de febrero de 2010

Tercera parte. La isla norte, entre la mafia laboral y el poder.

La casa en la playa, los trabajos en los restaurantes y los desayunos con cereales eran cosa del pasado. Ahora Thelmo era nuestro hogar, nuestro medio de transporte, y, por qué no, nuestro amigo. La amiga de la prima de Lu que viajaba con nosotros se quedó en Tauranga, por lo cual nos embarcamos nosotros tres en un viaje por la isla norte de Nueva Zelanda que nos llevaría por oscuros bosques y prístinas playas. Ese domingo nos despedimos de Angela y de los chilenos que también vivían en nuestra casa, y pisamos el acelerador. Los consejos de nuestros amigos nos llevaron a la península de Coromandel, donde conoceríamos gente y pueblos muy extraños y, asimismo, nuestro Deportation Index crecería exponencialmente.

Nuestra primera parada fue en un enigmático lugar llamado Pauanui. A la vera del océano, este centro urbano (difícil de calificar de otro modo) estaba lleno de canales artificiales conectados al mar, a la orilla de los cuales estaban construidas casas millonarias que, además de tener un garaje para el auto, tenían otro para sus respectivos yates. Eso no fue tan sorprendente como el hecho de descubrir, al seguir caminando, que este lugar de no más de 1000 habitantes tenía una pista de aterrizaje y que muchas de las casas tenían no doble sino triple cochera, siendo la tercera para las avionetas. “Es claro que la ruta de la efedrina culmina en Pauanui”, dijo Cele. “Pero algo no anda bien…” -respondió Lu- “…no hay gente en la calle. Ni una persona”. “De hecho seguimos un camino bastante apartado para llegar acá”, comenté yo, pensando que mi acotación podía ser útil para resolver el flamante misterio. Volvimos al auto atemorizados y nos dimos cuenta que las espiraladas calles nos dificultaban hallar la salida a la ruta. No había gente para pedir ayuda, y de repente empezó a llover. Dando vueltas con Thelmo nos empezamos a sentir como en esas películas de catástrofes o de virus letales o de sueños existenciales donde de repente el personaje principal se encuentra solo y atrapado en una ciudad fantasma. Empezamos a darnos cuenta, de a poco, que todas las calles por las que doblábamos tenían un gran cartel negro que decía “No Exit”. “Ya fue… Saqueemos el supermercado chino del pueblo”, sugirió alguien por ahí, según altas fuentes con gran llegada al redactor de este blog. “Ya está muy oscuro”, dijo Lu. “Hagamos noche acá y mañana vemos qué hacemos”. Aparcamos a Thelmo al lado de un bosque y salimos a caminar por la rambla en medio de la noche sin luna. Aprovechamos para sacar fotos nocturnas a un pueblo que se divisaba a unos kilómetros, del otro lado de un río. Volviendo al auto, Cele me gritó “¡Vení Andy, sacame una foto acá!”, mientras corría hacía una especie de parada de colectivo en medio de un parque. Pero súbitamente escuché un fuerte “bang”. Nuestra amiga aullaba y reía del dolor. Había impactado con gran violencia con una pared de vidrio que rodeaba el refugio hacia el cual iba y había salido disparada para atrás como una mosca que se choca con una ventana.

Nos pasamos los siguientes días recorriendo el resto de la península. En el este, estuvimos en una playa llamada Hot Water Beach (sí, es el nombre), en la que uno podía cavar pozos en la arena y empezaba a subir agua a 60° desde un centro de actividad volcánica 2 kilómetros bajo tierra, por lo que podía disfrutarse de una improvisada piletita a la orilla del mar. En el oeste, estuvimos en Coromandel Town y en Thames, dos pueblos con aire far west surgidos de una fiebre del oro 100 años atrás. Dado que nuestro auto vino sin baño ni cocina, nos colamos en los campings para cocinar y bañarnos, y estar bien preparados para tomar una decisión ¿Sur o norte? Estábamos en la mitad de la isla y la incertidumbre respecto a nuestro destino reinaba. Lo decidimos una hora antes de partir. Fuimos hacia el norte, en un largo viaje que nos obligó a atravesar Auckland y sus embotellamientos, edificios y ruidos, pero que nos permitió disfrutar de sus panqueques coreanos, como parte de la esencial parada técnica de todo viajero improvisado.

Camino a Whangarei, la capital de la región a la que íbamos, nos llegó un mensaje de un couchsurfer que nos alojaría, por lo que fuimos para su casa. Vivía en una colina con su novia, Morgan, y tenían un patio gigante en el que cultivaban decenas de tipos diferentes de frutas y verduras, por lo que pasamos varios días en su casa cocinando con sus decenas de tipos diferentes de frutas y verduras, y saliendo con ellos por ahí. Una tarde fuimos a unas cuevas oscurísimas tan largas y angostas que sin una linterna no se veía absolutamente nada, salvo cientos de gusanos en los techos que emitían luz como luciérnagas. Había partes tan inundadas que el agua llegaba hasta la cintura, por lo que algunos decidimos seguir sin pantalones y descalzos por la absorbente oscuridad. Después de 2 horas de caminata, salimos y nos cruzamos con una familia, con bebés y todo, que nos preguntaban qué tal estaban las cavernas. Yo les contaba lo buenas que estaban pero que de ninguna forma era lugar para ir con bebés a cuestas. Me miraban con cara de preocupación y sorpresa. Después de despedirnos me di cuenta que les estaba hablando en calzoncillos y embarrado.

Una noche hicimos tartas (que ellos llamaron con gran convicción “sopa” por su particular consistencia) y después salimos a un bar por el centro. Como Lu terminó bastante destruida, la llevamos con Cele para la casa, caminando. Sólo una cosa nos detuvo. Una pizzería abierta hasta altas horas de la noche. No comíamos pizza desde hacía casi 2 meses, y mientras Lu estaba semi-conciente sentada en el cordón, con Cele nos babeábamos frente a las gigantografías de todos los sabores: tomate, champignones, cebolla… De todos modos no íbamos a comprar, ya que no teníamos plata, e igualmente antes habíamos comido sopa. Pero en un momento salieron unos pibes del local, nos vieron cuasi lamiendo el cartel y nos dieron 20 dólares. Nos los tiraron. Así nomás. Cosas que pasan en Nueva Zelanda, un país de dos islas locas con muy poca población, que parece que el señor que lo fundó dijo “Mmm… país nuevo… ¿qué se puede hacer? ¡Ya sé! Que el gentilicio tenga nombre de fruta y así los neozelandeses sean ‘kiwis’. Y que la moneda de curso legal sea el kiwi. Y que el ave nacional sea el kiwi. Y que la fruta más cultivada sea el kiwi”. Este señor no pensó los problemas de identidad que le traería a sus descendientes el hecho de que los carteles en la ruta que te dicen qué no hacer, como “sé un kiwi inteligente, abrochate el cinturón” o “los kiwis piolas no se drogan y manejan” estén ilustrados con kiwis. Un kiwi-ave con el cinturón ajustado. Un kiwi-fruta (con ojitos y manitos) fumando un porro. ¿Una personita por ahí?

Los cinco días de ocio whangareianos nos empezaron a hacer pesar en nuestra conciencia la falta de trabajo. Obedecimos a la moral y tomamos la ruta al norte, a un pueblito de 5000 habitantes llamado Kerikeri, el más antiguo asentamiento europeo en las islas. Nos habían dicho que ahí había mucho trabajo, pero lo que no nos habían dicho era cómo se conseguía: fuimos descubriendo que el sistema era bastante particular. Había que alojarse en un camping, para, una vez convertido en “huésped”, poder dirigirse todas las mañanas a las 7 a la recepción y esperar a que suene un teléfono. ¡Ring! Reese, el de atrás del mostrador, atendía, y luego de colgar decía, por ejemplo: “bueno, tengo un trabajito para las 8.30 por dos días, necesito una mujer y dos varones, ¿quién lo quiere?”. Descubrimos más pronto que tarde que este lugar centralizaba toda la demanda y oferta laboral de Kerikeri. Incluso pudimos ver cómo en la página web decían orgullosamente que te “ayudaban” a conseguir trabajo y te incluían los traslados hacia y desde el mismo. El sistema nos parecía bastante perverso ya que era obvio que no se podía buscar trabajo por fuera del camping: todos los empleadores darían prioridad a los huéspedes de la mafia, porque así funcionan las mafias. Al principio nos indignamos, pero si la regla era “únete al enemigo o enfréntalo”, nuestra posición era bastante previsible. La correlación de fuerzas no daba esperanzas. Apenas pagamos la semana por adelantado vimos pasar unas combis del camping llevando a 30 tongos (gentilicio de Tonga, un país al norte de acá) a un campo de mandarinas. La cara de esclavos era imperdible.

Fue así como, quedándonos 10 días en el camping “Lo de Don Corleone” (durmiendo en Thelmo, claro) conseguimos trabajos de lo más insólitos. Lu hizo limpieza en un “petit hotel” de 4 habitaciones. Cele hizo de jardinera en unas fincas gigantes frente a un río, y un día compartió conmigo 10 horas en el terreno de un tipo que quería que le metamos los cadáveres de los árboles que habían sido podados unos días antes en una mega-máquina trituradora de todo, hasta de troncos de 30 centímetros de diámetro. Además de ese, yo estuve 3 días con un sudafricano en una granja de ostras, subiendo y bajando cajas a un bote en un lago con un traje impermeable divertidísimo, lavando ostras con una manguera y sacando porcentajes de vivas y de muertas. Mi columna vertebral terminó como para meter en la máquina de hacer chips. Un día ayudé a un tipo con su mudanza, y otros tres, con Lu, cortamos ramas en un huerto de kiwis (fruta). Nos hicimos bastantes kiwis (moneda) y en general nuestros empleadores eran kiwis (persona) muy simpáticos, que nos invitaban a veces hasta el desayuno, el almuerzo y la merienda. Lo de meter ramas y troncos en la máquina trituradora se llevó todos los premios al mejor laburo de enero 2010. Para ese momento yo ya había pasado de proletario urbano a proletario rural, y de proletario rural a proletario fluvial. Los sociólogos pedíamos explotación a los gritos.

Nuestra estadía en Kerikeri se pasó rápido entre nuestros nuevos amigos: Ollie, el inglés chef; Brad, el inglés pobre; Leslie, la chilena casada que vino con una amiga a pensar sus problemas de matrimonio desde Nueva Zelanda pero cuya amiga la abandonó apenas llegaron; Jacob, un checo sexópata; Maxime, un canadiense que pisó un kiwi (ave) con su auto y tenía miedo de que lo esté buscando la policía porque acá dichos bichos tienen status de humano; y Vincent, un francés que era… francés. Con Max forjamos una especial amistad, quizás por la mutua cercanía al delito (en este pueblo nuestro Deportation Index se fue de control por razones no especificables), o tal vez porque entendía algunas de nuestras bromas. Una tarde de desocupados nos fuimos con su auto a una playa a 20 kilómetros, y cuando volvíamos al camping dijimos: “che, estamos re cerca de la puntita norte de la isla. Es ahora o nunca”. Lamentablemente Max no nos quiso acompañar, así que nos fuimos a dedo, a las 5 de la tarde, a este lugar a 200 kilómetros de donde estábamos. Cuanto más arriba íbamos más desierto se volvía todo, sin gente ni pueblos, sólo montañitas. Ahí, en medio de la nada, cerca de una localidad llamada Tetokotupotu, nos dejó una mujer que nos había levantado. Ahí mismo seguimos haciendo dedo, pero pasaban muy pocos autos y nadie paraba, hasta que en un momento vimos venir un colectivo, y lo paramos como quien para el 140, pero en medio de la ruta. Decididos a pagar, le preguntamos al chofer cuánto costaba. “Eh… ¿nada? Suban”. El colectivo resultó ser una casa rodante, y el chofer simplemente un tipo. Iban a donde nosotros, así que justo para el atardecer llegamos. Vimos la puesta del sol desde un faro rodeado de montañas y mar. Se extendía en perpendicular a nosotros, hacia el horizonte, una línea blanca de olas que se chocaban. Eran las corrientes del Pacífico y del Mar de Tasmania, cruzándose. Nos quedamos muy poco tiempo ya que se hacía de noche y temíamos que la poca gente que había se vaya y quedemos varados ahí sin nadie que nos lleve de regreso. Como de costumbre, se nos hizo tarde, y se habían ido todos los autos, menos uno. Le tocamos el vidrio cuando estaba por arrancar, y la pareja de checos allí dentro justo iba a Kerikeri. Nos subimos, y al ritmo de la canción de Los Cazafantasmas, nos dormimos. Luego de una tarde de 400 kilómetros a dedo improvisado, nos despertamos en la puerta del camping, caminamos a Thelmo y nos fuimos a dormir.

Nuestro camino ahora seguía, indefectiblemente, hacia el sur. Pero antes hicimos una parada en Waitangi, un pueblo muy cerca de donde estábamos, donde justo el día que nos íbamos se celebraba el Waitangi Day, el día en que los maoríes firmaron un tratado de resignación y acuerdo con los ingleses/neozelandeses. Iban a ir miles de personas, incluso el Primer Ministro (que vendría a ser el presidente pero su cargo no tiene dicho nombre ya que la autoridad espiritual es la reina de Inglaterra). Antes de arrancar, con Cele y Lu nos hicimos uno de nuestros estúpidos pactos: “¡che, mañana no nos vamos de Waitangi sin una foto con el Primer Ministro, eh!”. Una vez llegados, fuimos a una ceremonia en un “marae”, un centro religioso maorí, o, en criollo, lo que sería su iglesia. Había mucha gente así que escuchamos desde afuera un rato. Cuando terminó, el locutor pidió una tranquila desconcentración y que primero dejen salir al Primer Ministro. Sí, estaba ahí, era nuestra oportunidad. Estábamos como locos, queríamos cumplir nuestro pacto, a pesar de que John Key es el De Narváez de Nueva Zelanda. Salió, dio unas mini entrevistas en vivo, y siguió camino a un centro de convenciones rodeado de sus guardaespaldas. En un momento se le acercó, casualmente, un chico de 5 años para saludarlo. John se puso de cuclillas, con una rodilla en el suelo y con la otra flexionada. Mientras apoyaba una de sus manos en la segunda, acariciaba la cabeza del chico con la otra. Esa escena como de publicidad de alimento para perros duró un minuto entero, mientras lo fotografiaban y filmaban en vivo y en directo. Pero luego se levantó, y siguió su camino, sonriendo de lejos a la gente y a las cámaras… Hasta que fijó su mirada en mí. Era el momento. Puse la mejor sonrisa falsa, metí mi brazo entre los guardaespaldas como un cañón y le extendí la mano. “Mucho gusto, señor”, le dije. Los guardaespaldas se apartaron y John se me puso a charlar, preguntándome de dónde era, si me gustaba Nueva Zelanda, y contándome de los convenios de visado que firmó con… Perú y Chile. Cuando la escena ya era insostenible y los flashes y cámaras me empezaron a enceguecer, me atreví y le dije “¿podemos sacarnos una foto con usted?”. “Claro, ¿por qué no?”, respondió, y se preguntó para sus adentros por qué hablé en plural. La respuesta estaba detrás de mí, ya que de allí salieron Cele y Lu a ponerse para la foto. Cele, con pantalones y aros hippies. Lu, con un suéter blanco devenido en amarillo, y el pelo revoltoso de haber dormido en el auto. Yo, con una camisa cuadriculada de 2 pesos del Ejército de Salvación de Pompeya. “¿Será muy desubicado abrazarlo por detrás del cuello, onda amigo?”, me pregunté. Mi integridad física le agradeció a mi imaginación haberme guardado la pregunta. Luego de la foto le agradecimos y nos alejamos del tumulto para abrazarnos y morirnos de risa. Pero casi que el tumulto se reorganizó para estar alrededor nuestro, ya que, aparentemente, en este país no se estila sacarse una foto con el presidente como si hubiera acabado de bajarse de un escenario luego de inaugurar una fábrica o una calle pavimentada. La gente nos miraba, nos señalaba, y se reía de nuestro atrevimiento. Los fotógrafos y los camarógrafos nos llenaban de flashes. Así pasó nuestro momento de fama y contacto con las altas autoridades gubernamentales, e incluso hasta casi que sentimos el perdón presidencial, por lo que nos auto-reseteamos el Deportation Index, que volvió a cero.

Habiendo pasado el resto del día en los festejos, con canoas maoríes (wakas) y bailes maoríes (hakas), y el resto de la noche charlando con un ex dealer de drogas duras que nos contó del negocio y de cómo él y sus socios secuestraban a los deudores, nos fuimos a la mañana siguiente, por fin, al sur. Paramos en Auckland por unos días en lo de Rabea, un chico de Arabia Saudita que nos hizo comidas riquísimas, nos invitó a una pizzería y hasta nos hizo regalos de despedida. Tuvimos que quedarnos en esa gran urbe esperando al lunes para poder ir al Consulado de Australia a sacar la visa de visitante. Nos sacamos la foto, llenamos los formularios e hicimos la cola. Cuando estaba por tocarnos nuestro número, nos vino un súbito cambio de humor grupal y dijimos “¿135 dólares para la visa de un país que vamos a visitar en gran parte sólo porque queda cerca? ¡A la mierda Australia!”. Así de fuerte lo dijimos, pero por suerte nadie hablaba español o todos los que sí se hicieron los boludos. Tiramos los formularios a la basura y fuimos rápido a pedir otros para sacar la visa de tránsito, gratuita, que nos permitía estar 72 horas en el país de los canguros por razones de “tránsito”. Lo planeamos todo. Compraríamos pasajes a Asia que tengan escala en Australia y haríamos una parada de 3 días a la ida y otros 3 a la vuelta, engañando magistralmente a las autoridades migratorias visitando fugazmente el país sin pagar visa. Quizás sería poco, pero decidimos que era mejor pasar más tiempo en lugares más exóticos. Hecho el trámite, nos fuimos de Auckland, y seguimos al sur.

Nuestra siguiente parada fue Rotorua, una ciudad bonita pero hedionda debido al olor a azufre de los géiseres que habían por ahí. Ahí pudimos encontrar, caminando frente a un museo, un auto muy viejo, como de los ’40, con una patente… ¡argentina! Y el volante a la izquierda. Todo un hallazgo. Nos acercamos a charlar y los dueños resultaron ser una pareja bastante conocida que viajó hace unos años desde Ushuaia hasta Alaska, escribió un libro y vendió miles de copias. Ahora viajaban por Oceanía, y se iban pronto al sudeste asiático. Le pedimos al hombre que nos cuente sus impresiones de Bolivia, por tirar un país al azar. “La verdad que eso que dicen de que Bolivia es re pobre es cualquier cosa. No es tan pobre como dicen, o sea, no hay villas, yo no vi villas. Las casas son todas lindas, prolijitas, de adobe, y las… ¿cómo se llaman? ¿Cholulas? Ah, no, las cholas, sí, las cholas, se visten con unas ropas increíbles. ¡Y sí que son rápidas para vender, eh! Y hasta tienen un presidente indio”. Es difícil precisar cómo eran nuestras caras mientras él hablaba. Sólo sabemos con certeza que pusimos una excusa y nos fuimos tan pronto como fue posible. Cele esbozó un “o sea…”. Yo le completé: “que no, el solo hecho de viajar no es garantía de nada, nada”.

Seguimos camino a Taupo, una bonita y pequeña ciudad a la vera de un lago, donde había posibilidades de que consigamos trabajo. Lu se había puesto en contacto, por mensaje de texto, como se suele hacer acá, con un contratista del lugar para ver si podíamos hacer algo en un campo un par de días. Pero el hombre insistía con que Cele y Lu le manden fotos. Era muy sospechoso. Quizás quería ver si tenían suficientes músculos… Pero no; el tipo resultó ser, además de contratista, proxeneta, ya que luego de insistirle con que diga para qué quería fotos, le ofreció a las chicas trabajo “entreteniendo hombres” en un “club de caballeros”. Obviamente, habíamos perdido la oportunidad de trabajar en Taupo, así que fuimos más al sur, a Napier, donde sabíamos que era temporada y conseguiríamos algo casi con seguridad. Y sí, efectivamente, una hora antes de llegar, nos llamó otro contratista (sin negocios paralelos) a quien habíamos escrito un mensaje de texto y nos ofreció que empecemos a trabajar en un viñedo al día siguiente. Era bastante duro: entre 10 y 11 horas al día, a sol y lluvia, poniéndole clips a las redes que protegen a las uvas de los pájaros, arrancando hojas y sacando la fruta mala. El supervisor, un tipo de Samoa que no entendía un pingo de inglés, era bastante vigilante, por lo cual jugar al AeroUva estaba fuera de discusión. Pero un día antes del día en el que pretendíamos renunciar, llegó el jefe para avisarnos que a partir del mediodía empezaríamos a cobrar por producción, por lo cual lo que veníamos haciendo en casi 2 horas tendríamos que hacerlo en 1 hora para alcanzar el salario mínimo. Y como acá los empleadores respetan estas cosas, si no lográbamos la velocidad suficiente para llegar a cobrar el mínimo, nos echarían. “Ah, no, esto sí que no”, dijo Cele. “Que nos exploten todo lo que quieran, ¿pero apurarnos? Jamás”. Nos quedamos 2 horas más en las cuales aprovechamos para jugar al AeroUva y robarnos unos cuantos racimos y nos fuimos diciéndole al supervisor cosas en español poco alegres.

Esos 10 días en Napier los pasamos en diversos habitáculos. Mientras la primera noche estuvimos en lo de Hilary, una couchsurfer que nos enseñó qué hacer en caso de tsunami o terremoto, las otras dormimos en lo de 4 irlandeses que habían estado viajando por Latinoamérica todo el año pasado y ahora estaban viviendo ahí. Íbamos a quedarnos en su casa 1 o 2 días nomás, pero eran tan copados que nos dijeron que nos quedemos lo que quisiéramos. No pasábamos mucho tiempo con ellos ya que estábamos todo el día en el viñedo, pero una vez que renunciamos empezamos a salir juntos a dar vueltas por ahí. Y el último fin de semana fue muy especial. La ciudad fue destruida en 1931 por un terremoto y se reconstruyó en Art Decó. Desde hace unos años, un fin de semana por año, se viste todo el mundo de los años ’30, y se llenan las calles de autos de la época, salidos quién sabe de dónde. Nos sentimos en una especie de mega-happening u obra de teatro social en la cual todos pretendían estar en otra época, por las noches y por las mañanas. Desde nenes de 10 años hasta ancianos. Tan extraño era que, una noche en que hubo un concierto de viejo jazz al aire libre, todo el mundo sabía bailar Charleston. Increíble.

Nuestra despedida de Napier no fue total ya que los irlandeses se vinieron con nosotros al Monte Tongariro, en el centro de la isla. Hicimos juntos una caminata (o “cruce alpino”, como lo llaman) de 6 horas con ellos en medio de espectaculares paisajes, y, luego sí, nos despedimos. Nos vinimos a Wellington, donde vamos a quedarnos hasta el viernes, cuando tomaremos el ferry que nos llevará, por fin, a la isla sur. Nuevos pagos nos esperan.