jueves, 13 de mayo de 2010

Quinta parte. El monarca y los elefantes.

Luego de 14 horas de vuelo y una larga escala en Sydney, llegamos a Bangkok. Apenas salimos del aeropuerto, una ola abrumadora de calor no sólo nos dio la mano y la bienvenida a la capital de Tailandia sino que se presentaba como nuestra eterna acompañante por todo el Sudeste Asiático. Cansados del largo viaje y del día de paseo en Australia, nos tomamos un taxi al centro, donde buscamos hospedaje en medio del asfalto caliente, el ruido, el tráfico y unos asfixiantes 40 grados nocturnos. Recién la mañana siguiente nos dio un aire de claridad y el tiempo para tomar conciencia de que, luego de 4 meses, estaba de nuevo "en casa", o, en otras palabras, en un país con problemitas. Nueva Zelanda estaba lejísimos.

Nos encontramos con Guido, Matias y Sebastián, que habían venido en otro vuelo, y nos fuimos a dar vueltas por la ciudad, inundada de colectivos viejos, humo, autopistas, casas viejas, rascacielos, ríos y arroyos. Una descripción especial merece el inédito sistema de transporte de Bangkok. Además de lanchas, trenes elevados, trenes subterráneos, colectivos y taxis, transitan por la ciudad (como por todo el Sudeste Asiático) los llamados tuk-tuk, es decir, motos/triciclos que atrás arrastran un ancho asiento para dos o tres pasajeros, cual carroza-calabaza. Dichos triciclos son muy utilizados por los extranjeros como uno, que en una urbe tan caótica y con 200 líneas de colectivos se encontraría perdido fácilmente. Lo particular de los tuk-tukeros (los simpáticos conductores de estos vehículos) es que hacen sospechar de sus intenciones cuando ofrecen un viaje de media hora al centro por la suma módica de 1 peso argentino. "¿Cómo puede ser?" nos preguntamos. Y le dijimos al tuk-tukero "cantanos la posta", o "sing us the post". Nos confesó su secreto: logran hacer los viajes tan baratos porque en el camino frenan en uno o dos negocios y si el pasajero permanece adentro mostrando interés durante 10 minutos, al conductor le dan un voucher de nafta, como ''agradecimiento'' por llevar potenciales clientes. Así que hicimos un trato: "mirá, queremos ir al centro por 1 peso, vos hacé la escala donde te parezca, a vos te dan el voucher y todos contentos". "Bueno, pero miren que si están menos de 10 minutos a mí no me sirve". Tal como fue prometido, camino a destino el señor frenó en un negocio que fabricaba trajes a medida. Tuvimos que inventar una larga historia sobre el casamiento de nuestra hermana y lo mucho que necesitábamos tener el mejor traje posible, mientras los encargados del negocio trataban de no quedar mal mientras buscaban echarnos antes de los 10 minutos, ante la obviedad de la falsa situación. Pasado ese tiempo, y habiendo obtenido el voucher para nuestro conductor, seguimos camino al centro, pero la moto se rompió poco antes de llegar. "No puedo seguir, tómense un taxi", nos dijo el tuk-tukero, dándonos 10 pesos. En Bangkok podés salir de paseo y hasta ganar plata.

Otra tarde, a la salida de nuestra visita al majestuoso "Gran Palacio", cuyo nombre explica bastante, pasamos por una avenida en la que estaban acampando, hacía un mes, los llamados "camisas rojas", un grupo que reclama la renuncia del presidente, dado que el actual gobierno es resultado de elecciones organizadas por quienes perpetraron un golpe de Estado en 2006. Dicho acampe, en medio de la 9 de Julio tailandesa, había sido una mera concentración pacífica en sus 4 semanas de extensión... Hasta ese día. Volviendo del Gran Palacio nos encontramos con cientos de militares que llegaban marchando con tanques y camiones y se instalaban a pocas calles del campamento. Mientras tanto, helicópteros sobrevolaban la avenida y corría el rumor de que antes de medianoche los "rojos" serían desalojados por la fuerza. Pocas horas después, empezó a ocurrir. Los helicópteros comenzaron a volar bajo y a tirar latas de gases lacrimógenos, mientras en una esquina, a sólo 2 cuadras de nuestro hotel, lo que en un principio eran piedras y botellas volando, se transformaron en bombas molotov, balas de goma, granadas y disparos de plomo. Khao San, la calle de los mochileros de Bangkok, estaba de repente desierta, salvo por un bar que abrió sus persianas cuando yo y muchos otros que estábamos cerca tuvimos que correr y refugiarnos en él. Una hora después los ruidos habían terminado y el ejército se había retirado. A pesar de que no habían podido desalojar, las calles parecían haber presenciado una guerra: agujeros de bala en las paredes y en los autos, charcos de sangre, tanques abandonados y dados vuelta, 5 soldados secuestrados por los manifestantes, y 25 muertos. Volví al hotel e intenté dormir, todavía aturdido por los disparos, aunque afuera reinaba el silencio.

Luego de 4 días en la convulsionada ciudad, y después de despedirnos de Martin, Guido y Matias, que teniendo sólo un mes para viajar se fueron pronto hacia su próximo destino, Sebastián y yo emprendimos nuestro viaje hacia la verdadera Tailandia, fuera de la gran metrópolis. Visitamos Ayutthaya, una antigua capital cuyos parques tienen ruinas centenarias y elefantes, y cuyas calles desbordaban de gente festejando el Año Nuevo Lunar tirándose agua y talco, tanto entre ellos como a nosotros. Mientras el agua servía de alivio para el calor, el talco sólo lo empeoraba porque formaba un engrudo y se creaba un efecto invernadero en nuestra piel. Allí conocimos a Nicolás, un chileno con quien viajaríamos unos días por el Parque Nacional Khao Yai, en medio de una selva llena de monos, elefantes y tigres, y por Sukhothai, otra antigua capital de Siam donde mejoraría mi nivel de tailandés hasta el punto de poder tener conversaciones bastante básicas pero lo suficientemente simpáticas como para sacarle a los tailandeses esa sonrisa fácil que tienen a flor de piel.

Así pasaron las primeras semanas, entre comidas exóticas, represión militar, ruinas centenarias y viajes en tren. La Tailandia globalizada y moderna, es decir, la de los celulares por doquier, las telenovelas al estilo mexicano, las cadenas de minimercados y los rascacielos, era una sola con la otra: la de los puestos de comida y los chicos tirándose agua en todas las esquinas; la de las veredas confundiéndose con las calles, que de repente se transforman en mercados vendiendo desde frutas tropicales hasta animales aún vivos en un balde con agua (como ranas, anguilas o tortugas); la de los olores y colores que se mezclan con un aire espesado por la quema de pastizales, mientras los nenes juegan en las calles de tierra entre perros y gallinas.

Si lo hasta aquí descripto hace referencia a las sorpresas que le pueden deparar a uno al girar en una esquina, hace falta mencionar aquellas cosas que a los pocos días dejan de llamar la atención debido a su brutal cotidianeidad: Buda y el Rey. No importa si uno va por la calle o por una avenida, por un hotel o por un mercado, estas dos entidades se hacen presentes. Buda, por un lado, tiene sus templos en cada barrio y sus altares en cada casa y restaurante. Se le paga tributo prendiéndole sahumerios y dejándole frutas y vasos de agua para que proteja a su seguidor de los malos espíritus. Se lo puede encontrar en centros religiosos en forma de escultura, ya sea en posición parada, sentada o acostada. El Rey, por su parte, es un señor que lleva 60 años en el trono, cuyas fotos se pueden ver en las avenidas y su himno escucharse antes de cada película. El Rey ama a todos y es amado por todos. Sabio, sereno y carismático, se lo puede encontrar diariamente en cuadros enmarcados y en las fotos de los calendarios, en todo lugar techado al que uno ingrese o en toda calle por la que uno camine. Por lo tanto, desde el primer día estuvo siempre allí con nosotros, deseándonos dulces sueños y un buen provecho. Según el mes del año en que uno viaje a Tailandia, los calendarios mostrarán imágenes como: el Rey leyendo un libro, el Rey señalando a la distancia, el Rey en su trono, el Rey con Kennedy, o el Rey saludándose mano a trompa con un elefante. Si se observa con atención, podrá notarse que en todas ellas se le asoma la correa de su cámara de fotos, porque el Rey es amante de la fotografía. No importa con quién uno viaje por Tailandia, siempre se estará acompañado.

Nuestra travesía hacia el norte tomó un desvío no muy meticulosamente planeado. No sólo cambiamos de rumbo sino que decidimos hacer una visita a un vecino país. Despedidos de Nicolás, el chileno, nos encaminamos con Sebastián hacia Mae Sot, un pueblo lindante con Myanmar/Birmania. Sumergido en una violenta dictadura hace décadas, este país ofrece pocas facilidades a la hora de las visitas. Las visas escasean y las fronteras son muy restrictivas: nuestro cruce de Mae Sot (Tailandia) a Myawaddi (Myanmar) sólo pudo ser por un día, previa retención de nuestros pasaportes como garantía de que volveríamos al atardecer. La experiencia, sin embargo, lo valió. La mezcla cultural en este país que separa India del Sudeste Asiático era muy llamativa, aunque no más que la pobreza y precariedad de la vida en una ciudad que parecía estar en 1920. Los autos se podían contar con la mano en medio de la predominancia de la tracción a sangre. El asfalto cubría sólo una calle, mientras las otras eran meros callejones de tierra, con nenes corriendo desnudos entre animales de granja y casas precarias de bambú. La gente, simpatiquísima, se nos acercaba a hablar a cada minuto. Un hombre, incluso, nos quiso llevar de paseo a unas montañas cercanas en su moto. Pero el atardecer se acercaba y "estabamos invitados" a emprender el regreso. Fue un brevísimo saboreo de un país tan distinto como distante.

Luego de nuestra cortísima aventura por el aislado y sufrido país vecino seguimos camino al norte pasando por penosos campos de refugiados en la selva y parando en hermosos pueblos en la montaña. Nuestro próximo gran destino fue Chiang Mai, la segunda mayor ciudad del país, llena de viejos templos y pequeños bares. Una noche, en uno de ellos, saboreábamos una cerveza con Sebastián, que me contaba cómo funciona la inteligencia artificial en las computadoras (sí, es experto en el tema), cuando de repente vimos pasar por la vereda un elefante bebé que un señor paseaba con una correa, cual vecino sacando a caminar al perro por Corrientes a las 10 de la noche. Los parlantes pasaban blues y si no mirabas hacia afuera podías imaginar estar en un bar de San Telmo... Pero la calle siempre recuerda dónde uno está.

El viaje por Tailandia, que llevaba casi 1 mes, empezaba a ponerse exóticamente monótono, sin embargo. Llega el punto en que uno aprende a pedir un licuado de ananá en el idioma local, y eso es señal de que es hora de seguir adelante. Además, habíamos conocido ya muchos pueblos y ciudades y el extremo norte estaba muy cerca. Tailandia se estaba terminando, Laos estaba por empezar. Un micro nos llevó al pueblo fronterizo, y una canoa a motor nos llevó al otro lado del río. Otra moneda, otro idioma, otra cultura, otra gente. Pero, por sobre todo, descubriríamos lo que en el transcurso de los días reconoceríamos como un país mucho menos expuesto a los vaivenes sociales, económicos y culturales del resto del mundo; un país aislado, en medio de la selvática montaña, a diferencia de Tailandia, que expone sobre la mesa la convivencia (no exenta de contradicciones) de su ancestralidad y su inserción en la economía global.

"Es la República Popular Democrática de Laos", dijo Sebastián, y continuó: "No da viajar en micro, hagámosla popular en serio". "¡Sí, bote!", me emocioné yo. Y esas pocas palabras nos convencieron para comprar un boleto para viajar a Luang Prabang por el Mékong, en una travesía de dos días. Las primeras horas fueron por demás excitantes, navegando por el río rodeado de montañas y pequeñas aldeas en la cima de ellas. Hacia el final, nuestros traseros nos empezaron a jugar una mala pasada yéndose a dormir, pero apenas llegamos, se despertaron de la larga siesta. Nos fuimos con Sam, un suizo que conocimos en la lancha, a un hospedaje, y luego a caminar por el pueblo, lleno de "agencias" que nos lograron convencer, sin mucha insistencia, que hagamos algo casi inevitable en una visita al Sudeste Asiático: nos fuimos a la selva a andar en elefante. La vuelta por el bosque subidos en el cuello de estos bichos que acordamos denominar, quizás por nuestra sorpresa, bestias prehistóricas, no terminó sin enormes estornudos que, por alguna razón, los elefantes decidían direccionar hacia nuestras personas. De repente nos encontrábamos envueltos en mantos de moco elefántido, como la niña de Jurassic Park que tiene un encuentro cercano con un diplodocus. Nuestro día cuadrúpedo no pudo haber estado completo sin el atardecer, en el cual los elefantes se bañaron en el río, sumergiéndose totalmente, con nosotros arriba. Cuando asomaban la cabeza, como hipopótamos o cocodrilos, parecían verdaderamente dinosaurios, sobre cuya espalda luego nos parábamos para saltar al agua. Estábamos jugando con elefantes en medio del Mékong, en Laos. Cómo nos hubiera gustado que el Rey esté ahí para vernos.

Luang Prabang, este lugar al que llegamos luego de un largo viaje acuático, nos cautivó y nos tuvo como huéspedes una semana. Es una pequeñita ciudad entre dos ríos rodeada de montañas, que muchas décadas atrás era un importante centro administrativo de los ocupantes franceses. Por ello, se mezcla entre lo autóctono una extensa arquitectura europea. Los viejísimos Mercedes Benz de los burócratas que allí habitaban se confunden con las gallinas correteando por las calles iluminadas con faroles, al mejor estilo parisino. En los mapas, Luang Prabang figura en el centro de Laos, pero sus calles están perdidas en el tiempo y el espacio.