miércoles, 13 de enero de 2010

Segunda parte. Salto rutinario.

Y así pasaron los días, días que se transformaron en semanas. Nuestra vida en Oceanbeach Road era desayunos en la playa, películas en el living y siestitas en el balcón. Hasta que una tarde ocurrió algo que no esperábamos en absoluto. Se nos acercó Angela y nos dijo que en la casa del fondo, también suya, pero separada de la nuestra con una pared de madera como los Simpsons y los Flanders, había un sauna que podíamos usar mientras el hombre que la alquilaba estaba de vacaciones. Esa misma noche nos pusimos la malla y nos acercamos al jardín del vecino en cuestión. Entramos bien despacio y nos atemorizamos porque escuchamos música, tenue pero presente. ¿Habría vuelto Robert de su viaje sin que lo sepamos? Nos acercamos sigilosamente para investigar. Y de repente encontramos que la música salía de una especie de caja de madera muy grande tapada por una lona. La destapamos. Y así descubrimos que lo que acá llamaban sauna era en realidad un yacuzzi para 4 personas con tres tipos de chorros, luces de colores y equipo de música incorporado. Lloramos y nos abrazamos. Nuestro sueño neozelandés se profundizaba, como el cambio de Cristina, Cobos y Vos.

Pequeños mares de felicidad como éste se veían manchados por derrames del petróleo de la sospecha. Los dueños de casa, Angela y Clayton, escondían algo. Lo presentíamos. Casi lo sabíamos. Eran bastante simpáticos, pero sospechábamos que escondían un gran secreto. Por un lado, escuchamos una conversación suya sobre cómo llenar un determinado formulario en la cual nuestro anfitrión le preguntaba a la mujer si, en un casillero, debería hacer referencia a "los pequeños delitos" cometidos en su juventud. Minutos más tarde en la habitación, pasmada, Cele opinó: "bueno, pero la gente cambia". "Sí, además, quién sabe, quizás le robaba a los ricos para darle a los pobres", dijo Lu, interrumpiendo su lectura de Robin Hood. "Sinceramente, yo tengo mis dudas", dije yo. Finalmente, los tres terminamos ahondando nuestras sospechas. Al día siguiente escuchamos otra conversación entre ellos en la cual mencionaban problemas recientes de Clay con la justicia por haber entrado a una casa ilegalmente, al parecer para "buscar algo" de un "vecino" que no estaba en su hogar en el momento. La presencia de portaretratos por toda la casa con fotos de chicos y adultos desconocidos sacudieron nuestras dudas. Una de ellas, incluso, muestra a un hombre y una mujer, ambos muy parecidos a Angela y Clay, con un bebé recién nacido, como si fueran los padres reales de Amelia (su hija) y ellos la hubieran robado aprovechándose de la similitud física con los padres. Pero entonces nos preguntamos qué habría sido de los padres reales... Sólo interrumpíamos nuestras conjeturas cuando nos íbamos a ver Los Expedientes Secretos X después de comer.

Un día nos llegó un mensaje de texto de Veda, la mujer maorí que nos alojó los primeros días en Tauranga, invitádonos a almorzar a su casa. Nos ofreció pasarnos a buscar, ya que era domingo y no habían colectivos, y mientras la esperábamos nos avisó "ya llego, búsquense una malla". Pensando que nos íbamos a la playa, nos llevó de sorpresa a unas cascadas en medio de un bosque a comer un gran picnic que, según una tradición que al parecer estábamos respetando, empezamos por el postre y seguimos con los sandwiches con palta, palta, y más palta (hay tanta en Nueva Zelanda que en los McDonald's te ofrecen agregarle palta a la hamburguesa por un dólar). Después de comer nos subimos al auto y fuimos a la zona de las cascadas en sí, para lo cual teníamos que pasar por encima de un puentecito. Y fue ahí donde cambiaron mis perspectivas. Me di cuenta de que podía llevar a cabo el sueño neozelandés que nunca había sabido que tenía: dar un salto de 15 metros al agua donde desembocaban las cascadas. No lo dudé, pero busqué compañía para la aventura. Mientras todos bajaban al agua a pie, convencí a Cele para que baje conmigo a salto. Me empecé a trepar por el costado del puente, agarrándome de los caños, mientras terminaba de convencer a mi valiente amiga de hacer el bungy jumping (sin bungy pero con jumping) conmigo. Luego de nuestra temeraria caminata por las vigas, llegamos a posición y saltamos. Fueron segundos interminables en los que el agua parecía no llegar nunca. Tan largos fueron que Cele se puso cómoda, en posición de sentarse en una silla, sin darse cuenta de que estaba cayendo al agua a 150 kilómetros por hora. Impactamos y nos hundimos. Como no sentí ningún golpe pensé: "qué bueno, entonces era lo suficientemente profundo". Nadamos a la superficie y escuché gritos. "¡Andy, ayudame, no siento las piernas, no siento las piernas!". Igual ella nadaba tranquilamente hacia la orilla, así que no me preocupé. Pero una vez que empezamos a treparnos por las piedras para ir a donde nuestros amigos, lo noté. Vi cómo empezó a nacer una constelación de moretones a lo largo de las piernas de mi amiga, primero rosaditos, luego morados, para ponerse, por fin, casi negros. Como decoración, acompañaban poros por los que salía sangre a borbotoncitos. Que nos hayan convidado hielo y botellas frías de cerveza para que se ponga en sus heridas no fue suficiente para detener las que serían las nuevas integrantes de nuestro grupo: las "ay piernas" de Cele. Recién a los 10 días empezó a diluirse la hemorragia interna. Yo me quedé con ganas de saltar de nuevo.

El 31 fue el cumpleaños de nuestra amiga la saltarina y sus piernas color remolacha. Era media mañana y estábamos ambos en la habitación, ella pensando en que tendría un año de buena suerte por cumplir una edad capicúa y yo mirando en silencio y con resignación las arrugas de casi toda mi ropa desparramada por la habitación. De repente escuchamos pasos que bajaban. Era Angela. "Qué raro" pensé. "Nunca viene a nuestra cueva". "¿Puedo pasar?" preguntó, y pidió permiso para pasar al depósito al que se accede a través de nuestro cuarto. Y me pidió ayuda para agarrar una pala que estaba bastante alta. Mientras la agarraba, me di cuenta que no tenía buena cara, y entonces le pregunté qué le pasaba. "A Tasha la pisó un auto" me contó con los ojos llorosos. "Nooo...." pensé yo. No sabía quién era Tasha pero imaginé que si me dijo su nombre era una de las amigas suyas que yo había conocido. "¿Está grave?" pregunté, al mismo tiempo que pensé por qué tenía yo una pala en la mano. "Murió" me respondió con las pocas fuerzas que le quedaban en la voz, mientras yo no sabía lo que hacer y la pala en mi mano me generaba preguntas cada vez más urgentes. "Era una gata tan buena", agregó. "Uff.... ¡menos mal!" pensé. Era su gata, cuyo nombre nunca me había aprendido. Aunque, a decir verdad, la situación era bastante trágica, por más de que la muerta era la mascota. 10 minutos antes le había tocado el timbre el vecino que la encontró y se la había traído envuelta en una toalla. Angela no dudó mucho en pedirme ayuda para hacer el pozo en el jardín para la gatita. Mientras yo cavaba y cavaba (tal como en las películas del mismo tipo de las descriptas en la aparición de la maorí maléfica a mi lado), me contó que justo al lado estaba enterrado su gato anterior, Carlos. Esto se estaba transformando en un cementerio de animales. Y a pocos metros del yacuzzi. "No, Andrés, no podés estar pensando en eso", me intenté convencer. A medida que hacía el pozo Angela iba probando si el cadáver encajaba en el agujero y me pedía que agrande la zona de la cabeza. Cuando terminamos se fue de paseo con su hijita y yo me puse a preparar el almuerzo cumpleañero a Cele (de seguro vegetariano). La noche anterior le habíamos hecho una torta sorpresa de malvaviscos y habíamos hecho una fiestita semi-clandestina con 10 personas en el yacuzzi. Angela me preguntaría luego por qué el agua estaba tan baja. "Ya sé que los yacuzzis son para relajarse, pero a nosotros como que nos relaja tanto que nos movemos mucho", atiné a contestar.

Una de esas tardes, en la playa, tuvimos una discusión saludable sobre qué hacer de nuestro futuro. Ya habíamos estado en Tauranga/Mt. Maunganui por 3 semanas y considerando que teníamos que dar un aviso de 15 días antes de irnos de la casa, habríamos estado aquí por como 40 días en total. La vida era muy cómoda. Casa, playa, trabajo, joda. Pero las islas nos deparaban demasiado como para no aventurarnos. "Vámonos como Frodo y Sam a Mordor", dijo Lu. "Sí, tenemos que destruir el anillo", agregó Cele. "¡Quiero hacerme amiga de un árbol!", se apresuró nuestra compañera santiagueña. "Paren, paren", dije, en una de esas habituales bajadas a tierra mías. "¿Habrán caballos en que quepamos todos?". "No... Pero hay autos", me detuvo Cele "piernitas" Tortosa. Entonces lo decidimos. Nos quedaríamos 3 semanas más, buscando vehículo motorizado y trabajo en el campo para los últimos días con el fin de hacernos de capital complementario que costee nuestro viajecito por la isla norte.

En tanto, las celebraciones por las "fiestas" fueron bastante particulares acá. En Navidad no se tiró ni un solo fuego de artificio, y la gente no salió de joda, salvo por unos pocos jóvenes amontonados en los bares, que a medianoche cerraban y por lo cual todos salían a brindar a la calle con copas imaginarias ya que no se puede tomar bebidas alcohólicas en la vía pública. Fieles a nuestro desafío a la autoridad, y deseosos de aumentar lo que dimos a llamar nuestro Deportation Index (variable de 0 a 100% según las violaciones a la ley que vamos cometiendo), escondimos una botellita y tomamos en la puerta de un bar al sonar las doce. Alyssha, mi amiga del trabajo que nos acompañaba, nos miró con inédita perplejidad. "Qué apegados a la ley, ustedes, los kiwis", le dije. "¿Te parece?" me respondió, señalando con la cabeza unos borrachos tratando de apagar una palmera que habían prendido fuego.

Mientras en Navidad todos los neozelandeses se fueron rápido a sus casas ansiosos de despertarse bien temprano y correr al arbolito para abrir los regalos, como en las películas estadounidenses, en Año Nuevo se armó una gran partuza. Acá en Mt. Maunganui, como era de esperar por las referencias de años anteriores, nos juntamos 30.000 personas en la playa a bailar al ritmo de la veda alcohólica. Terminamos la noche en un fogón en la arena, muy lejos de todo, viendo el amanecer del 2010 en el Pacífico. Mi deseo fue que se vayan las orcas y tiburones que estuvieron apareciendo por la costa esos días. Y que nos acepten en el casting de la película de "El Hobbit", que se empieza a filmar acá en Nueva Zelanda en unos meses y para la cual necesitan muchos extras.

El nuevo año nos recibió con una gran sorpresa. Me desperté a la mañana, entré a una página de subastas en internet, y estaba por cerrar la venta de un auto viejito pero perfecto para nosotros: un Mitsubishi del 87, de 3 filas, con asientos totalmente reclinables, perfecto para dormir en él. Estaba a 700 dólares kiwis, pero era evidente que todos estaban ahí para hacer sus ofertas a último minuto. Y así pasó. Empezó a escalar. 750, 780, 850, 980... Y ganamos. 1020 kiwis. Teníamos que verlo y pagarlo para creerlo, cosa que hicimos esa misma tarde. Un tanto antiguo pero comodísimo, Thelmo nos emocionó como pocas cosas en Nueva Zelanda. Nos cambió las perspectivas y nos hizo sentir más libres. No más hacer dedo hasta para ir a trabajar, no más no poder ir de paseo porque después de las 4 no hay colectivos... Este auto estaba destinado a nosotros, incluso el número de la patente, 1020, era, casualmente, el precio que pagamos. Simplemente era cuestión de manejar y disfrutar. A pesar de esto, no sólo seguiríamos llegando tarde a todas partes por el exceso de confianza sino que yo, el único con registro, me encontraría en problemas en varias ocasiones por no lograr acostumbrarme a tener el volante a la derecha y conducir por el carril izquierdo. Por ejemplo, intentando poner la luz de giro pondría el limpia parabrisas, o sin darme cuenta me encontraría manejando a contramano por una avenida. Por suerte cada vez me pasaría menos.

Nuestros trabajos, en tanto, siguieron por sus carriles normales. Lu, en su restaurante indio, se traía casi todas las noches un tapper con sobras más que buenas. Además, estuvo enseñándole al dueño a hablar un poco de inglés -se comunicaban mayormente por señas- ya que lo único que sabía decirle es "¡no no no!" cuando hacía algo mal. Pero sus pocas horas nocturnas de trabajo la hicieron buscar -y encontrar- algo distinto, que la alegre y satisfaga, que la haga sentir una persona completa. La contrataron de una cadena tipo McDonald's pero sólo de hamburguesas de pollo, para que trabaje en la sucursal de un patio de comidas en un shopping. La entrenaron, le dieron gorrito y le enseñaron -con manual- cómo hablar, cómo pararse y cómo sonreír. Una vez le dijeron que su sonrisa era lo suficientemente grande pero que se notaba que sonreía sólo por la plata. Cele, por su parte, en su restaurante también indio, estuvo llevándose bastante bien con todos. Sin embargo, las últimas semanas estuvo encontrándose con la sorpresa de que, apenas empezaba a llegar gente, la hacían irse, y terminaba trabajando menos de 2 horas. Parece que se estaban fundiendo y la querían tanto que les daba vergüenza decirle directamente que no vaya más.

Yo, por mi parte, estuve bastante estable en mi trabajo, trabajando una cantidad considerable de horas y haciendo todo tipo de cosas. Además de lavar, aprendí a hacer muchas entradas y postres. Aunque en general me manejaba, me mandé un par de cagadas, como tirar mousses al piso y romper uno que otro plato. El dueño, Luigi, (de esos que hacen de mozo porque así se sienten más involucrados con el negocio o porque son simplemente hiperquinéticos), se rompió un brazo apenas yo entré a trabajar ahí, y, al no poder cargar bandejas, no encontró mejor pasatiempos que venir a la cocina a cada minuto y ponerse a mirar cómo iba todo. Siempre se paraba atrás mío, estático cual tótem maorí, para ver si me mandaba cagadas. Y lo que no pasaba nunca, pasaba con él ahí. O se me caían los cucharones en las sartenes con comida, o estaba 5 minutos para armar una bocha de helado (mientras lo del pote se derretía) o hasta lo salpicaba a él mientras enjuagaba un tenedor. Eso me hacía temer lo peor. Pero fui mejorando, estabilizándome y de a poco hasta la empezaba a pasar bien. Uno de los cocineros, Mario, brasilero, era muy gracioso. Cantaba pelotudeces todo el tiempo, se trepaba por los estantes para alcanzar determinado utensilio a la vez que le pedía a los demás que le tarareen la música de Misión Imposible, y cuando nos decía a Guille (mi compañera argentina) y a mí que nos apuremos, nos lo graficaba haciendo de cuenta que aspiraba harina como si fuera cocaína. "¡Así de activos los quiero!" nos gritaba con la cara manchada de blanco. Con Guillermina hacíamos pasar el tiempo muy rápido de la cantidad de pavadas que hablábamos (cuando había tiempo de pararse a hablar). Las veces que no había nada para hacer, había que hacer de cuenta de que estábamos haciendo algo útil, porque Luigi Bros (sí, el jefe tenía el muñeco de peluche del personaje del videojuego colgado de un clavo en la estantería de vinos) no debía entrar y vernos al pedo sin que nosotros debamos enfrentar las consecuencias. Entonces, para poder hablar de idioteces y no trabajar, nos poníamos cada uno en lo que llamé posición de stand by, como los personajes del Mortal Kombat cuando están quietos: no se desplazan activamente, pero tienen un tenue movimiento de adelante hacia atrás. Guille limpiaba muy lentamente con un palito de madera el mismo agujerito de la máquina de pastas, mientras que yo repasaba con una esponja la misma parte de la mesada, de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, una y otra vez, rememorante de las películas del lejano oeste en las que un personaje entra a esos bares viejos, hechos de madera y con una puerta de vaivén, en los que detrás del polvoriento mostrador hay un mozo/estatua secando una misma copa hasta deshacerla de tanta frotación.

De todos modos, este momento de alta pasividad se veía contrastado con la gran actividad antes de terminar. Nosotros dos éramos los encargados de ordenar y cerrar la cocina, para lo cual nos teníamos que apurar como locos. Pero como éramos los únicos ahí, yo a veces me dedicaba a aumentar mi Deportation Index haciéndome postres o comiéndome el helado. El índice aumentó un par de noches a 70 u 80% cuando directamente me llevé nueces a nuestra casa en una bolsita de plástico mientras le hacía de campana a mi compañera para que se meta en el bolso un pack de cervezas. Las estadísticas estuvieron alarmantes en otras ocasiones, tales como cuando, subiendo un monte a las afueras de Tauranga, saltamos una cerca, entramos a un campo, y corrimos hacia las ovejas espantándolas como un pastor alemán. O como cuando (bastantes veces) fuimos planeadamente al supermercado a robarnos chocolates y gomitas, de esas que están en contenedores de plástico y se sirven con una palita.

Nuestra última semana en la ciudad pronto se acercó y empezamos a buscar trabajo en el campo. Mandamos mensajes de texto a muchos contratistas hasta que Ali, de Bangladesh, nos llamó una noche diciendo que nos necesitaba a todos para el día siguiente a las 8 de la mañana a unos 30 kilómetros de acá. Como de costumbre, llegamos unos 15 minutos tarde. Nos presentaron a Justin, nuestro supervisor indio, y nos pusieron a trabajar. Teníamos que arrancar los kiwis muy pequeños, los muy grandes, y los muy feos y deformes, para que en 1 mes estén listos y adaptados a los estándares estéticos del mercado frutal internacional. La monotonía de hacer el mismo movimiento 9 horas al día nos llevó a ingeniárnosla para entretenernos de diversos modos. Inventamos el "AeroKiwi", un juego en que cada uno desde su lugar lanzaba kiwis hacia el otro esperando que ambos se choquen en el aire, y el "Miss Ugly Kiwi New Zealand 2010": en cada recreo debíamos exhibir y votar cuál de todos los kiwis que habíamos preseleccionado era el más feo y deforme. El ganador sería exhibido arriba del tablero de Thelmo hasta su putrefacción. Por último, jugamos a la Guerra de los Kiwis, tan simple como esperar a que el otro esté desatento y lanzarle el mejor kiwazo posible. "Sacá el kiwi que hay en vos" era la consigna.

Ayer estábamos en medio de uno de nuestros juegos, con el plus de tenerla a Lu arrancando kiwis al compás de "I Will Survive", cuando notamos que habían super-supervisores cerca. Habían dado la orden. Se nos acercó Justin y nos avisó que nos habían despedido. Nos fue extremadamente difícil contener la risa. "Ya fue, igual íbamos a trabajar 2 días más", dijo Lu. "Además ya sentía que me estaba transformando en kiwi. Mis moretones se empezaron a poner verdes", agregó Cele. En medio de esa charla en nuestra casa sonó un celular. Era Ali, el contratista. Nos quería de nuevo. Nos ofreció que vayamos a otro campo hoy a la mañana. Estábamos hartos, pero cada día de trabajo era mucha plata. Fuimos. Ya un poco excedidos, llegamos 1 hora tarde, pero lo toleraron. Intentamos trabajar, pero 2 horas antes de terminar el aburrimiento fue extremo y nos fuimos sin dar mucho aviso de nuestra decisión. Ahora sólo esperamos que un día de estos nos depositen lo que estuvimos trabajando, mientras a partir del domingo salimos con Thelmo a recorrer la isla, con rumbo incierto.