martes, 15 de diciembre de 2009

Primera parte. De bendiciones y maleficios maoríes.

Caminando por un parque de Auckland empezamos a escuchar música muy fuerte y encontramos una conglomeración importante de gente a lo lejos. Montado en un escenario había una banda de maoríes enseñando el Haka a la multitud enardecida contra el cambio climático. Nos iban enseñando la coreografía para que sigamos los movimientos paso a paso, cual ritual para extirpar el dióxido de carbono de la atmósfera. Mezclados entre la clase media aucklandera se encontraban jóvenes militantes de Greenpeace y viejos militantes hippie-socialistas, añorantes de los prometedores años '60, exhibiendo pancartas bregantes por la urgencia de la revolución proletaria, o por un eco-socialismo en lugar de un capitalismo verde, como los kiwis.

Nuestros compañeros de hemisferio demostraron, así, que le ponen onda a todo, hasta a las protestas contra el Primer Ministro. Y de hecho tienen una sonrisa huxleana todo el tiempo; no logro comprender de qué se alegran tanto: parece como si todos hubieran alcanzado el Nirvana. Uno va caminando por la calle y ellos tienen esa ya típica muequita de que todo anda bien. Su simpatía y generosidad son difíciles de categorizar. Pero a lo largo de los días empecé a barajar una variedad de hipótesis:

-En una misma esquina se ponen todos los semáforos en rojo al mismo tiempo para poder cruzar en diagonal y eso disminuye la irritación y por ende aumenta la alegría.

-El muñequito de los semáforos que indica cuándo cruzar no sólo se mueve, sino que hace el paso lunar de Michael Jackson, y ello conmemora al fallecido ídolo, lo cual conmueve con ternura y se lo recuerda con jolgorio.

-Muchos andan descalzos por la calle y el contacto con la naturaleza asfaltada moviliza la Pachamama dentro suyo.

-Todos van a alcoholizarse después del trabajo, olvidan sus penas, y cambia el humor social.

Prometo ahondar en mis suposiciones y buscar explicaciones sociológicas al enigma de la armonía neozelandesa. Pero hoy proseguiré con mi relato para no desviarme de mis fines informativos, verídicos y carentes de atisbos de ficción. Apenas llegamos al aeropuerto nos recibieron con una canasta llena de Toblerones de manoteo a discreción y, como si fuera poco, un puestito de té y café gratis. Doy cuenta de mi incredulidad en esta reproducción de mi diálogo con la señora detrás del mostrador.

-¿Esto es café gratis?
-Sí.
-¿De verdad?
-Sí.
-¿Pero no hay que pagar?
-No.

Fieles a nuestro presupuesto, salimos del aeropuerto y nos pusimos a hacer dedo. Nos levantó Fraser, un tipo que, ante nuestra pregunta de por qué llevaba caños en el techo de su camioneta, declaró "y, tiene que parecer que voy ocupado a alguna parte". En medio de nuestra incredulidad por estar en medio de una isla en el Pacífico, cuyo país más cercano es Fiji, llegamos a lo de Christopher, el couchsurfer que nos alojaría los primeros días en Auckland hasta la llegada de Cele. Ante nuestra sorpresa, nos encontramos con que lo que sería la puerta de su casa era en realidad un... ¡club de Kung Fu! Y encima no había timbre. "Este pibe nos pelotudeó", pensamos (y dijimos). Pero de repente abrió la puerta, y el club era en efecto una casita. Muy tímido al principio, pero luego destapado, Christopher era muy raro. La mesa de su casa era una mesita de té de juguete, se vestía con shortcito y saco, iba con un balde a un parque a buscar tierra para su jardín y un día se encontró un pedazo de barra de chocolate en el piso y con total naturalidad dijo "¡uy, chocolate!" y se lo guardó en su mochila multicolor.

Nunca pudimos descubrir lo que nuestro primer amigo neozelandés hacía de su vida. Durante el día nos dejaba una llave de su morada y se iba a lugares desconocidos con su bicicleta rodado 12. Mientras, nosotros nos íbamos de caminata por Auckland, nos montábamos a los ¡colectivos gratis! que recorrían el centro y descubríamos los baños públicos del Retiro de Nueva Zelanda, tan modernos que ponías la mano abajo de la jabonera y te escupían el jabón sin que toques nada. Fue una tarde en que andábamos perdidos por el puerto cuando recibí un mensaje de Rabea, el chico saudí que nos iba a alojar los siguientes días, diciendo que iba a estar ocupado y que nos iba a tener que cancelar la alojada. Desesperados por no tener donde dormir esa noche, salimos disparados a nuestro ciber café amigo (o sea, la biblioteca pública con internet gratis) para buscar couchsurfers de último minuto. Nos respondió Carlo, un jovencillo de Filipinas, en cuya casa nos quedamos los dos días que faltaban hasta que llegue Cele, ya que más tiempo no podía tenernos guarecidos en su habitación. La mañana en que aterrizó, nos fuimos a esperarla a la parada del colectivo que la traía del aeropuerto a la ciudad. Mientras estábamos ahí tirados con nuestras mochilas (y una sorpresa que sería develada más adelante), me puse a tocar la guitarra; en menos de un minuto me dejaron 4 dólares y nos vinieron a ofrecer marihuana. "Así que ésta es la onda que curten los kiwis", acotó Lu.

Y finalmente llegó. El reencuentro fue emocionante, los tres reunidos en otro continente y... sin lugar adónde ir. Luego de darle la bienvenida al futuro, le tuvimos que develar:

-Bueno Cele, esto es Auckland, ¿fantástico no?
-¡De maravillas! ¿Vamos a dejar las mo...? Un momento... ¿Por qué tienen las mochilas puestas?
-Ehm... ¡Nos vamos a Tauranga! Y justo acá nomás está la subida a la autopista, vamos a hacer dedo, sí sí.

Y así fue su primer día y nuestro primer dedo oceaníico. Pudimos conocer a Ahmed, un libio de turbios negocios, y a Carolina, una chilena viviendo en su van con cocina y tendedero (sospechamos que tenía baño en alguna parte). Sin embargo, nuestras peripecias no terminaron con nuestra llegada a la ciudad. Nos dejaron en una calle semi-desierta a las nueve de la noche, sin couchsurfer a quién acudir. Había llegado la hora de ponerse con un hostelazo. Pero sólo habían dos, y mientras el primero nos alarmó por estar lleno, el segundo nos alertó no sólo por el precio, sino por una advertencia de su recepcionista "no les conviene quedarse, hay 25 personas alojándose acá que están hace tiempo sin conseguir trabajo, aprovechen y váyanse". Estábamos ante una disyuntiva. ¿Abandonábamos la ciudad en medio de la noche y nos dirigíamos a dedo a Napier, la siguiente ciudad al sur, a probar suerte, confiando en las palabras de Cookie, el señor del albergue? ¿Desembolsábamos 30 dólares para pasar una noche allí y decidir al día siguiente qué hacer? ¿Dormíamos en la playa ahorrándonos la plata que el supuestamente inexistente trabajo no nos permitiría recuperar?

De repente nos sentimos solos, desamparados y con frío, cual perro abandonado en medio de una tormenta de nieve. Luego de una asamblea de concurrencia perfecta y por unanimidad, nos decidimos por la playa. Sin embargo, en el camino Lu lanzó un grito "¡Eureka!", a lo que respondí, pasmado "¿Qué? ¿Te rebalsa la bañadera?". "No ahora", dijo, "pero ahí hay un ciber, vayamos y veamos qué onda". Desembolsamos los 4 dólares que habíamos ganado inintencionadamente y empezamos a buscar un couchsurfer que haya publicado su teléfono, por una de esas casualidades. Y justo encontramos a una mujer llamada Veda, cuyo perfil decía "...y si estás realmente en una emergencia, mandame un mensaje al...". Y lo hicimos. Nos respondió diciendo que nos vendría a buscar (!) y que esperemos justo donde estábamos. En sólo 15 minutos llegó Jarred, uno de sus hijos, y nos llevó a su hogar. Nos encontramos de repente en la casa de una familia maorí de una hospitalidad y cariño inimaginados para nuestras mentes prejuiciosas de la frialdad neozelandesa. Era medianoche, y aunque por estos lares se estila cenar a las 6 de la tarde, nos prepararon un nutritivo pescado frito con huevo frito y pan frito. Justo lo que necesitábamos para retornar nuestras almas a la normalidad luego de un día de tanta incertidumbre.

Así pasaron dos días, en tranquilidad, en una casa acogedora y con una familia simpatiquísima, pero a sabiendas de que estábamos sin trabajo ni vivienda propia. Luego de una ardua búsqueda cibernética, creímos encontrar lo que buscábamos: una casa cerca de la playa, luminosa, amueblada, con una gran cocina para desayunar frutas y cereales todas las mañanas. Llamamos a Frankie, el dueño, un singapurense divertidísimo, para que nos reserve el lugar, y nos despedimos de Veda, quien nos abrazó y bendijo en maorí en voz baja y al oído. Nos sentimos de repente con esperanzas y expectativas. Salimos entonces disparados a lo que terminaríamos por bautizar "el throw up". Cuando llegamos a Cameron Road no podíamos encontrar nuestro futuro hogar: del 190 la numeración saltaba al 198, y nosotros buscábamos el 194. Pero de repente encontramos un pasadizo que se insertaba en la manzana, y decidimos seguirlo. Y efectivamente lo encontramos: una suerte de "espacio" con cinco habitaciones, una cocina y un baño. Nuestro cuarto tendría una ventanita a lo alto de la pared, cual prisión. Nuestro sueño neozelandés se estaba despedazando. Por ende debimos hacer otra asamblea y tomar una decisión. ¿Debíamos retrotraernos a esa noche cuando recién habíamos llegado y evaluábamos huir de Tauranga hacia pagos desconocidos? ¿O sentaríamos cabeza y probaríamos suerte? "El throw up es muy barato", pensamos. "Podemos aprovechar que sólo piden adelanto de una semana para, mientras tanto, buscar otro lugar e intentar encontrar trabajo sin estar gastando tanto".

Y así fue. Nos mudamos. Y con el correr de los días nos empezamos a encariñar con el lugar y sus habitantes. A partir de una variedad de indicios pudimos descubrir que éstos vivían allí hace 6 o 7 años y todos o casi todos ellos eran alcohólicos en recuperación y desocupados. Lo peculiar era que insistían con que hagamos silencio a partir de las 9 de la noche porque muchos se despertaban tempranísimo para ir a trabajar, pero no pudimos comprobarlo. Aunque cada uno tenía su peculiar personalidad, uno era especial. Lo llamamos "fuckin' time". Fuckin' era muy insistente con el temita del silencio. Una tarde, entró a nuestra habitación, en un momento en que sólo estaba yo, y me pidió encarecidamente que la noche venidera sea de absoluto silencio. Pero esa misma tarde llegó un grupo de chilenos y argentinos con quienes compartimos una grata y ruidosa cena. Era inevitable. Éramos muchos y las paredes eran de cartón. Pero no nos imaginábamos lo que iría a ocurrir: descubriríamos la primera cara enojada neozelandesa. Fideo con tuco va, fideo con tuco viene, la noté a Cele con la mirada fija en el vaso de agua. "¿Te sientes bien?", le pregunté. No respondía. De repente me di cuenta: el agua del vaso temblaba. Y empezamos a escuchar pasos. Pum, pum, pum, pum (necesaria onomatopeya ilustrativa). Y apareció fuckin' cual tiranosaurio. "Didn't I tell you to be fucking quiet after 9 o' clock?! Can't you just shut the fuck up you fuckers?! Look at the fucking time! It's fucking 10 o' clock and many people here have to get up early to go to work, fuck! Can't you see the fucking clock?! I fucking told this to each one of you. Specially you! (señalando, con ojos enrojecidos, a Andrés). Fuck! I fucking told you to be silent at this mother fucking time!". Y partió. El clima estuvo enrarecido entre él y yo las siguientes 24 horas. Temí por mi vida. Pero una noche se me acercó mientras cepillaba mis dientes. Me pidió sinceras disculpas y así el episodio con fuckin' encontró su final.

En lo que a la manutención económica concierne, Cele, Lu y yo decidimos empezar a aplicar la estrategia de emergencia, nuestro as bajo la manga: el show de folklore. Empezamos a ir a la costanera por las noches a tocar y bailar unas chacareras y zambas y poder así, mal que mal, pagarnos las compras de supermercado. Pero una noche ocurrió un hecho lindante con lo esotérico. En medio de una canción se metió una mujer maorí entre las bailarinas. Intentamos seguir con el show pero ella se quedó mirando mi guitarra con grandes ojos atemorizantes. Y como en un arrebato, se sentó al lado mío. Y me pidió la guitarra. Sentí fuerzas superiores que me hicieron dársela. Y ella empezó a tocarla. Pero a tocarla literalmente. Empezo a pasar sus manos por las cuerdas con velocidad, produciendo un sonido de fricción mientras pronunciaba una mezcla de palabras en inglés y maorí, entre lo que pudimos distinguir: "you will give me your guitar, I want it for free, it's your guitar and it's my guitar, you will give me your guitar". Acto seguido me devolvió la guitarra y apresuradamente partió. Con gran perplejidad por lo ocurrido, continuamos. Pero nuestra bruja amiga volvió. Y se quedó mirando. Y se fue. Lejos. Pensamos que no volvería. La tranquilidad volvió a nosotros. Pero 10 minutos después, como en una película de terror clase B, apareció de repente su cabeza al costado de la mía y empezó a murmurar palabras ininteligibles. Y se fue para no volver.

Nuestros siguientes días se sintieron con una carga muy particular, pero no por ello fueron de pasividad. Nos inventamos un currículum cada uno y nos fuimos a repartir por los bares y restaurantes de Tauranga. Nadie parecía muy interesado en contratar gente. Estábamos bastante resignados, pero, a decir verdad, sólo habíamos buscado trabajo un día. Lo que nos alegró fue que nos respondieron por una casa sobre la que habíamos consultado diciendo que vayamos a visitarla. Y fuimos de inmediato. Desde que entramos hicimos lo posible para contener la emoción. Era el sueño neozelandés realizado: estaba a media cuadra de una de las playas más lindas del país, era grande, tenía cocina para desayunar frutas y cerales, televisor de plasma, ducha con hidromasaje, y una pareja de kiwis y otra de chilenos como compañeros de casa. Más no se podía pedir. Sabíamos, igual, que no podríamos pagarla. Igual tiramos la onda: "mirá, Angela, la verdad que estamos con poca plata, no nos importaría compartir la habitación si eso hiciera que paguemos un poco menos". Lo pensó. Hizo números en su cabeza. Y empezó a abrir la boca en cámara lenta, y dijo "¿80 cada uno estaría bien?". Era lo mismo que pagábamos en el throw up de Frankie. Hicimos un tremendo esfuerzo por disimular y no empezar a gritar y llorar de la emoción. "Nos parece adecuado", respondí aplicando todos mis dotes actorales.

Nuestro sueño neozelandés estaba a medio camino. Sólo nos faltaba trabajo. Una noche, haciendo el show, se nos pone a hablar una mujer hippie de una organización ambiental que en este momento está luchando para que detengan un plan que permite la construcción de edificios en la costa. Jill, la señora en cuestión, nos ofreció pagarnos 120 dólares por ir un domingo a un mercado en un parque a juntar firmas para presentar en la legislatura de la ciudad. Así como suena es lo que fue: trabajamos de militantes rentados, convenciendo a gente de que se sume a un rechazo a un proyecto de ley, cargando una bandera gigante que decía "paren los edificios altos". La vida te lleva por caminos faltos de ética completamente inesperados.

Pero las reales fichas no tardaron en empezar a caer. A los pocos días la llamaron a Lu para trabajar de moza en un restaurante de comida india, y a Cele la llamaron de otro para hacer lo mismo. A la otra Lucía, la amiga de la prima de Lu que está viajando con nosotros, la llamaron también. Y a mí hace unas noches me tocaron la puerta unos argentinos viviendo en el throw up ofreciéndome ir a trabajar a un campo de kiwis a la mañana siguiente. No quería, pero estaba desempleado. Acepté y fui. Estuvimos 9 horas cortando ramas de árboles de kiwis con fines incomprensibles. Pero al mediodía sonó mi celular. Solté mis tijeras y atendí. Me estaban llamando de un restaurante italiano, uno de los más "finos" de Tauranga, para trabajar como ayudante de cocina esa misma tarde. Apenas llegué me pusieron a lavar platos y acomodar cosas, hasta que ayer me "ascendieron". Ahora estoy preparando entradas y postres. Y el sábado nos mudamos a la casa nueva. Todo marcha bien. ¡Felices Pascuas!