martes, 6 de abril de 2010

Cuarta parte. La isla sur, entre fiordos y despedidas que no son.

Nuestros casi 3 meses en el norte de Nueva Zelanda estaban llegando a su fin. Tal vez no era la mitad temporal de nuestro viaje, pero sí el momento de cruzar una clara línea divisora. Sabíamos que había una tierra al sur, tan austral como la provincia de Santa Cruz, tan hermosa como nuestra conocida Patagonia, tan grande que solía estar en el reverso de los mapas. Fue en Wellington, la capital del país y el puerto de embarque, donde, finalmente, las ideas de una tierra de nieve y lagos, delfines y ballenas, bosques y montañas nos empezaron a surgir. Un nuevo lugar nos esperaba.

Pero nuestro cruce a la isla sur me dio una sorpresa previa que indefectiblemente cambiaría mis perspectivas sobre el futuro del viaje. La noche anterior a embarcar encontré en internet a Martin, un amigo que nos habíamos hecho trabajando con los kiwis en Tauranga (el lugar del que nos echaron por indisciplinados) y que nos habíamos casualmente reencontrado en Napier (la ciudad del viñedo al que habíamos renunciado, también por indisciplinados). Me dijo "Andrés, hay una oferta espectacular de un pasaje a Bangkok para el 8 de abril". No lo dudamos. Un tanto impulsivamente compré mi pasaje, acto con el cual estaba definiendo el futuro de mi viaje. Mis días en Nueva Zelanda estaban contados.

Nos despertamos temprano y nos fuimos al puerto. Subimos a Thelmo a la bodega del ferry y nos fuimos a la cubierta, donde un viaje de 3 horas cruzando un estrecho nos tuvo en expectativa de ver saltar algún que otro delfín u orca. Aunque el fracaso en dicho cometido nos decepcionó un poco, la emoción de llegar a la isla sur lo compensaba. Pero, responsables como siempre, teníamos que cumplir con nuestra promesa de ponernos a trabajar antes de que las ansias de empezar a viajar nos invadan. Manejamos directo a Nelson, una ciudad donde sabíamos que podríamos encontrar uno de esos trabajos perfectos para nosotros: uno en el cual podríamos poner una excusa a los 5 días y huir con el producto de la explotación de nuestra fuerza laboral. Pero sospechamos que el sistema quiso darnos una lección de que así las cosas no funcionan ya que tocamos todas las puertas posibles y resultó que todos los huertos y viñedos estaban completos. Sólo uno, que tendría gran incidencia en nuestras próximas semanas de viaje, nos dio esperanzas: Harry. Entrando a un campo de manzanas, vimos acercarse a nosotros a dicho señor en su tractor, para decirnos que no necesitaba a nadie pero que nos llamaría pronto. Hubiera sido una buena noticia si no fuera porque para nosotros "pronto" significaba, quizás, estar ya a 1000 kilómetros de ahí. Pero como nos había dicho Lou, nuestro supervisor samoano en el viñedo de Napier "you Argentinians, you come, you work 1 week, then you go, Argentinians no good". Así dadas las cartas, las cosas estaban difíciles.

Agotados, frustrados, entristecidos por el cachetazo que Nueva Zelanda nos acababa de dar, estacionamos a Thelmo en un pueblo cerca de Nelson, al que llegamos luego de tocar y tocar puertas, y dormimos ahí. Pero a las 6 de la mañana, en plena oscuridad, empezó a sonar el celular de Cele. "¿Será Harry, que se arrepintió y no puede esperar hasta que se haga de día para llamarnos porque nos vio en la cara que eramos buenos trabajadores?", se ilusionó Lu, que no terminaba de despertarse. Revolvimos todo el auto en búsqueda del teléfono y la intriga de tan matinal llamada se agigantó cuando vimos que era un número de Argentina. Era el padre de Cele. Mientras padre e hija conversaban pude distinguir, con mediana exactitud, lo siguiente: "acaba de haber un terremoto terrible en Chile y dicen que a las 7.30 llega un tsunami a Nueva Zelanda". Nos lo tomamos con calma, ya que, a pesar de que estábamos bastante expuestos al mar, nos imaginamos que, en estas circunstancias, en un país tan moderno, sonarían alarmas en todas las esquinas y se abrirían los refugios en las montañas. Pero al ver que no pasaba nada ni nadie, nos fuimos a una estación de servicio, el único lugar abierto a esa hora, y le preguntamos al que atendía si sabía algo. "Ah, sí... Eso dicen... Y... Creo que... Lo que les podría decir... Para allá tienen un monte, es el punto más alto que hay por acá cerca... Podrían ir ahí". La lentitud con la que las palabras salían de su boca y la ansiedad nuestra por saber qué pasaba se combinaron en un cocktail que nos llevó a decidir por irnos al Parque Nacional Abel Tasman, a 20 kilómetros. "No, ahí el tsunami no llegaría, está protegido", nos dijeron en un centro de información. Así que nos fuimos a disfrutar de un día de caminata por unas montañas boscosas que bordeaban las playas más lindas que habíamos visto en el país.

El día siguiente nos encontró en Blenheim, otra ciudad al norte de la isla sur. Decidimos probar suerte allí, y tuvimos éxito. Nos habíamos alojado, por primera vez, en un hostal, porque supuestamente ayudaban a uno a conseguir trabajo. Efectivamente, nos lo consiguieron, y nos enteramos siendo despertados a las 7 de la mañana diciendo que empezábamos en media hora. "¡La isla nos perdonó!", dijo Cele, que la noche anterior había visto el nuevo capítulo de Lost. Tuvimos de supervisor a un maorí que decía "esto no es una democracia, acá se hace lo que yo digo. Más rápido significa más rápido". Sin embargo, era trabajo, algo que deseábamos hace rato. Sorpresivamente, nos echaron al tercer día, diciendo que no había más por hacer. Pensamos en métodos para quemar el viñedo, pero logramos tener un poco de autocontrol y esperar al siguiente día para buscar un nuevo empleo. Salimos temprano, pues, y paramos en el primer viñedo que encontramos en la ruta. Tenía, en la entrada, un edificio muy moderno y elegante, donde se cataban vinos y se disfrutaba de caviar con vista a las montañas. Vimos pasar a un hombre cargando unas cajas y le preguntamos si sabía si había trabajo. Nos dijo "tienen que entrar a ese edificio y preguntar a alguna de las señoras que están en la entrada. Pero intenten mantenerse alejados de la gente". Cuando entramos a hablar con las señoras, el extraño comentario que nos había dado el tipo había tomado sentido. Nosotros, sucios y con olor a uva, nos encontramos pidiendo trabajo en medio de gente muy adinerada probando los vinos más caros del país. La incómoda situación duró bastante poco. "Sí, hay trabajo, vayan a la oficina de empleo", nos dijeron en voz baja. "Empiezan mañana". El revés que le habíamos dado al supervisor-dictador nos llevó a este lugar donde trabajaríamos casi una semana y donde batiríamos el récord de menos músculos movidos por hora de trabajo en la historia del hemisferio sur. Definitivamente, la isla sur nos daba la bienvenida.

Al mismo tiempo que festejábamos nuestra nueva "estabilidad", nos dábamos cuenta de que nos llegaba la hora de una de esas charlas que pocas veces habíamos tenido hasta entonces y que eran determinantes para definir el futuro del grupo. Nos pusimos a pensar que, dado que yo me iba a Asia en un mes, y Cele y Lu planeaban irse a India en dos meses y aún les faltaba mucha plata, nuestros caminos se separarían más pronto que tarde. Ellas no podían darse el lujo de dejar una ciudad con trabajo asegurado, y para mí no valía la pena quedarme más tiempo allí si me faltaba recorrer toda la isla y tenía casi toda la plata que necesitaba para el viaje. No había mucho más que pensar. Habíamos logrado durante esos meses una unión psicológica lo que algunos dirían enfermiza y otros mágica, al punto de decir las mismas palabras al mismo tiempo (muchas veces al día) o de no darnos cuenta de que una podía comer naranja y el otro pera, en vez de todos necesariamente la misma fruta. Pero los proyectos diferían, los caminos se bifurcaban y el grupo llegaba así a su fin.

Yo, que me quedaría con Thelmo por ser el único con registro de conducir, me puse a buscar compañeros de viaje. Un chico de China me dijo que quería viajar conmigo hasta el sur y compartir los gastos de nafta. Un par de días después, me llegó un mensaje de texto de Guido, un amigo que me había hecho en Napier (y que luego se sumaría al viaje a Tailandia) diciendo que se prendía también y que vendría a mi encuentro en Blenheim un día antes de partir. Éramos 3 nuevamente, y la fecha estaba puesta. En 2 días me separaba de las chicas, a quienes las había llamado Harry, el señor simpático del campo de manzanas de Nelson, para decirles que tenía trabajo para ellas en una semana.

Los planes cambiaron totalmente cuando, 1 (uno) día antes de partir, nos pusimos a pensar que no había razón para separarnos definitivamente tan pronto. Podían venir Cele y Lu al sur por unos días, y cuando se acercara la fecha de comienzo de su trabajo con Harry, volverían a dedo al norte. Sonaba razonable. O quizás no, comentaron en los periódicos locales. Pero de todos modos partimos Guido, Cele, Lu, yo y Zihong, el chico de China que rebautizaríamos para entre nosotros como Kawasaki, Toshiba, Maremoto, Kanikama y Sifón, de malos que éramos, nomás. Tomamos la ruta que iba por la costa oeste y a medida que pasaban los días y los kilómetros empezamos a sentir el frío y a ver las majestuosas montañas que se alzaban por todas partes. Rápidamente nos acercábamos a la región más austral del país.

Entre caminatas por lagos y glaciares, y manejando entre altísimas montañas, llegamos a Wanaka, un hermoso pueblo donde no sólo Zihong nos sorprendería, al decirnos que dejaría de viajar con nosotros para quedarse allí a buscar trabajo, sino también las chicas, quienes al día siguiente se volverían a Nelson si no fuera por una llamada que le hicieron a Harry antes de partir en la cual se enteraron que el comienzo de la cosecha se retrasaba unos días. Su inmediato regreso no tenía sentido entonces, así que la segunda despedida no fue y seguimos los 3 y Guido hacia el sur, juntos, unos días más.

Queenstown, una hermosa ciudad a la vera de un lago, llamada por los argentinos como "Barilochito", y desbordante, en épocas turísticas, de ofertas laborales, fue nuestra próxima y traumática parada. Un día, yendo al supermercado, Thelmo nos jugó una mala pasada: se paró. Thelmo se había parado, y no era por su anciana batería. No había sonado nada, nada bien. Era tarde. Lo único que podíamos hacer era dormir, así que lo empujamos hasta estacionarlo y cerramos los ojos esperando que todo haya sido una pesadilla. A la mañana siguiente, nos tocó violentamente la ventana un hombre de la municipalidad, despertándonos y dándonos una advertencia de multa por "acampar" en un lugar ilegal. "Si los encuentro acá dentro de 1 hora cada uno de ustedes va a tener 100 dólares de multa y voy a venir con la fuerza pública". "¡No, 100 dólares no!", lloraba Lu. "¡No, la fuerza pública no!", gritaba Cele desesperada. "¡No, 500 dólares no!", grité yo cuando vino un mecánico y dijo que eso costaría el arreglo. Todos terminamos gritando lo mismo.

Arreglado el auto y agravada nuestra situación financiera partimos con Medorian, un rumano que conocimos por ahí, a una región llamada Fiordland, 300 kilómetros al sur. Aislada geográficamente del resto de la isla debido a su abrupta geografía y a la inexistente población, es una tierra montañosa invadida por fiordos. Sólo una vez allí nos daríamos cuenta de que Nueva Zelanda era algo verdaderamente especial. Más de 5 horas de viaje nos llevaron a Milford Sound, el único fiordo accesible por carretera, definido por todos nosotros como uno de los lugares más impactantes vistos en nuestras vidas. Un brazo del Mar de Tasmania metido tierra adentro, del cual brotaban enormes montañas llenas de cascadas, es tan sólo una descripción que dista de asemejarse a la realidad.

Pasamos una noche allí y volvimos a Queenstown, donde Guido y yo nos pusimos a buscar trabajo para unos días. Pero el fracaso nos golpeó de nuevo, dado que habíamos llegado para el fin de la temporada de verano. Una oferta de trabajo en Ashburton, a 1000 kilómetros de donde estábamos nos ponía de nuevo en una disyuntiva. Se acercaba la partida de Guido y mía a Bangkok y todavía nos faltaba un poco de plata. Pero no teníamos opción, el tiempo era escaso. La dirección que debíamos tomar ya se alejaba demasiado de Nelson y Cele y Lu ya casi tenían que volver. Llamaron a Harry, para confirmar el comienzo del trabajo, pero volvió a postergarlo. Lo que pensábamos que sería nuestra tercera despedida se tornó en una inesperada y grata extensión de nuestro tiempo juntos, a pesar de que ellas urgentemente necesitaban empezar a trabajar. Guido y yo teníamos que estar en Christchurch en 5 días para empezar lo que por teléfono nos habían dicho era una cosecha de papas, así que los 4 emprendimos un rápido pero relajado viaje hacía allí con paradas en lugares muy especiales, como Dunedin, una ciudad de estilo escocés, en la cual nos alojarían 8 estudiantes en un caótico departamento (donde pudimos ver cómo un plato de pescado permaneció en el piso 48 horas), y el Parque Nacional Mount Cook, el cual alberga las montañas más altas del país.

Llegados a Christchurch nos dirigimos a la casa de Glenn, un couchsurfer que nos había dicho que nos alojaría por una noche. Nos había dicho que iba a haber una fiesta en su casa, así que, dado que sabíamos que tenía 47 años, nos imaginábamos que consistiría en muchos señores de traje fumando habanos, tomando vino blanco y comiendo sándwiches de miga. Nuestra imaginación sufrió una paliza cuando llegamos y vimos que era una reunión descontrolada llena de sesentones y veinteañeros (sin otras edades en el medio, por alguna razón oculta), todos borrachos, bailando al compás de una banda adolescente tocando en vivo canciones psicodélicas. Algunos disfrazados de Cherokees, otros de Napoleón. ¿El motivo de la fiesta? El perro de una amiga de Glenn estaba enfermo y había que hacerle una cirujía de 1000 dólares. Todo era para recaudar fondos en honor al perro, que daba vueltas, moribundo, entre los borrachos. Al preguntarle a uno de los invitados cómo había llegado, dijo que la perra de su asistente era amiga del perro que esperaba el bisturí de los 1000 dólares. El ensordecedor ruido no nos permitía dormir, así que nos despedimos de Glenn, quien seguramente nunca supo que estuvimos, y nos fuimos a dormir a una reserva natural. Era, finalmente, nuestra última noche. Harry había dado el sí. A la mañana siguiente fuimos con Guido a llevar a las chicas a la ruta para que hagan dedo a Nelson. Era nuestra cuarta despedida. En un gran abrazo se fundió el fin del grupo y con él nuestros 4 meses juntos.

Arrancamos hacia Ashburton, ahí cerquita de Christchurch, en un auto semi vacío por primera vez. Pasamos allí varios días en lo de Gabrielle y Dan, dos couchsurfers simpatiquísimos que nos dejaron quedarnos en su casa durante todos los días que duraría nuestro trabajo prometido 1000 kilómetros atrás. La intriga se terminó recién cuando llegamos al lugar: era una fábrica de productos congelados, en la cual nosotros teníamos que estar todo el turno noche vestidos con unos mamelucos muy divertidos viendo pasar miles de papas por una cinta y sacando las feas y deformes. Se ganó el premio, obviamente, al mejor laburo del mes. Nos despedimos de ese lugar llevándonos un poco más de plata para el viaje y la ropa de trabajo para alguna futura fiesta de disfraces.

Finalmente, nuestra última semana en Nueva Zelanda la pasamos en Christchurch, en lo de Sebastián, un amigo que nos hicimos ahí y que se compró a último minuto un pasaje para venir con nosotros a Tailandia. Durante los tranquilísimos días en su casa, sólo me ocupé de vender a Thelmo, que resultó difícil hasta que encontré un grupo de chicos alemanes muy ansiosos como para no revisar una sospechosa gotera de aceite. En cuanto al resto, sentimos una enorme paz y hasta un cierto aburrimiento. Una tranquilidad parecida a aquella que se siente antes de que se largue la tormenta.

Después de pasar esos últimos días neozelandeces comiendo y leyendo las 24 horas, llamativamente por primera vez desde el comienzo del viaje, nos tomamos un avión a Auckland, donde nos quedamos un día en lo de Rabea, el chico saudí, hasta la mañana del vuelo. Un vuelo de 3 horas a Sydney nos catapultó fuera de las 2 islas de cuya pequeña dimensión sólo logré conciencia a 10.000 metros de altura. Aproveché las 7 horas de escala en Sydney para salir a recorrer al menos por un rato mi última ciudad occidental en más de 2 meses, porque 9 horas después las cosas iban a cambiar. Estaba llegando a Bangkok.


2 comentarios:

  1. Que días tan idefinidos en la isla sur... Al final no decís si hubo tsunami o no, pero supongo que no deben haber tenido inconvenientes.
    Por cierto, muy patética la imagen del perro moribundo en la fiesta, me hizo reir mucho jajaja.
    Y ahora Asia. Ya me comentaste algunas novedades en el mail que le mandaste a Joaco, y yo te actualicé de lo que estuvo pasando aquí pero no se si te llegó no porque nunca respondiste.
    Espero que las cosas en Bagkok estén más tranquilas y que vos andes de 10!!!
    Se te quiere y extraña mucho!!!

    PD: Con la cabellera despeinada y esos lentes espejados parecés varón! Al fin!!!

    jajaja

    Besos!

    Martu.

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  2. Andrés, una vez más, chapeau! Impresionante, te juro que me emocioné viendo esas fotos y sintiendo esa vida tan distinta la cual se nota que estás disfrutando muchísimo. Un abrazo grande y estoy atento a nuevos posts!

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